De los creadores de “metamos las manos en la justicia” regresa “todo tiempo pasado fue mejor” con una propuesta que responde a una triste realidad: de nada sirvió pedir títulos de Ph. D. a nuestros profesores universitarios porque fueron a conseguirlos donde bien pudieron. En instituciones argentinas, peruanas y españolas de medio pelo que educan a distancia y al menos una de ellas ha graduado a estudiantes con tesis plagiadas de informes ministeriales. En universidades estadounidenses que emiten EdD o doctorados en educación, que no son más que un diploma profesionalizante pero que la Senescyt convalida como Ph. D., cuando este último, por lo contrario, implica formarse como investigador. O en la misma universidad poco antes de hacerse elegir rector.

Privilegiar al Ph. D. solo tiene sentido si se lo obtuvo por la vía más trabajada, explorando los límites de las posibilidades teóricas y las propias habilidades, alcanzando reconocimiento científico internacional por la capacidad de descubrimiento, aprendizaje y enseñanza. Pero con este marco de pensamiento, el Estado se llevó por delante a talentosos profesionales que buena falta hacen en las aulas, y que en países desarrollados están habilitados para dar clases como expertos en su práctica. Igualmente, la necesidad de un posgrado para calificar hasta para administrar un bar escolar, y no exagero, nos llenó de graduados de maestrías de ínfima calidad.

El problema obviamente no recae en exigir un Ph. D., sino en que el requisito no estuvo acompañado de mecanismos adecuados de reconocimiento y fondos de investigación otorgados a la usanza de países desarrollados. Entonces, este cartón ha servido para justificarlo todo, incluso que varias cohortes de profesores de universidades públicas obtengan grados académicos en el extranjero habiendo cursado los estudios en Ecuador, aunque esto contradiga la norma y las buenas costumbres. En las mejores universidades es requisito sine qua non estar inmerso en un ambiente de investigación, pues las redes de conocimientos y recursos físicos son esenciales a la hora de desarrollar, por ejemplo, el algoritmo para componer la imagen de un agujero negro.

Puesto que, claro, no todos pueden formar parte de este selecto grupo de personas que se juzgan entre sí como científicos, aun los Ph. D. emitidos por una universidad menor deben garantizar un mínimo de valor. En cambio, como en Ecuador ser un simple estudiante doctoral añade puntos en la evaluación del Consejo de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior, un personaje de Twitter que funge de profesor universitario en una universidad privada de alto prestigio en el país tiene licencia para desvariar en el aula sin que a muchos les hierva la sangre como debería.

En este contexto, la discusión no debe girar en torno a exigir un doctorado a la máxima autoridad de una universidad ecuatoriana que no otorga títulos de Ph. D., pues que no haya obtenido uno resulta más bien un acto de honestidad. Tenemos la obligación de debatir cómo mejorar los mecanismos a nuestro alcance para crear verdaderas comunidades científicas al tiempo de disminuir el perjuicio causado por las instituciones que se rigen por la titulitis o el mercado en lugar de competencias indispensables para una vida laboral y hasta personal plena. (O)