Es indudable que el género del cuento es uno de los espacios más ricos y hondos del arte, quizá por su estremecedora capacidad de rompernos: ya lo decía Cortázar, mientras la novela gana por puntos el cuento debe hacerlo por knock out. Un gran cuento siempre es inolvidable, como son la mayoría de Alice Munro o de Borges. Hace algunos años la dramaturga y narradora Gabriela Ponce me contó que tiene la costumbre de leer un cuento diario. No sé si ella todavía lo haga, pero yo he acogido ese hábito y, tal como lo veo, esa lectura constituye un momento de meditación literaria y deleite que se me ha vuelto necesario para iniciar cada día.
Pensando en la visita que le hice a Lupe Rumazo en Caracas, el pasado diciembre, busqué en la biblioteca de la Universidad de Nueva York (NYU) sus obras y hallé una segunda edición de su libro de relatos Sílabas de la tierra (Edime, 1968). Según concluí a partir de la dedicatoria, la autora obsequió ese ejemplar a NYU en abril de 1969. Tuve que pedirlo al archivo, ya que no estaba en los estantes de la literatura ecuatoriana. Era probable que nadie lo haya leído desde hace muchísimos años. Al cabo de dos días del pedido, me entregaron el ejemplar. Había pasado medio siglo desde que llegó a la biblioteca.
Entiendo que Rumazo tenía 31 años cuando publicó estos ocho relatos, en su momento elogiados por Juana de Ibarbourou, Benjamín Carrión o César Dávila Andrade. En ellos se anticipa la prosa radicalmente cerebral y vibrante que, años después, aparecerá en su novela Carta larga sin final, y que se consolidará en sus ensayos y el resto de su obra literaria. Siempre, en Lupe Rumazo, la condición de mujer implica una visión del mundo, de la sensibilidad, de la estética y de la ética. “Salgo y oculto mis lágrimas. El llanto de una mujer adquiere la sonoridad de un torrente de sangre aprisionado entre los muros del cuerpo. No puedo contenerme; cada gota es piedra que se despeña irremisiblemente por una ladera”.
Hay que recordar que en la década de los sesentas Rumazo publica dos libros de ensayos y, entre sus planteamientos, está la teoría Itrarrealista respecto a la literatura escrita por mujeres en América Latina. A su juicio, habían preocupaciones comunes en las mujeres escritoras y eran incorporadas al contexto de la literatura bajo una particular impronta: su sensibilidad de mujeres. Rumazo, en esa década, denunció lo que consideró la “violencia contra la mujer intelectual”, precisamente por el desprecio y, peor aún, la indiferencia que la obra de escritoras mujeres recibía en el mundo de las letras.
Cuando pienso en los cuentos de Lupe Rumazo viene a mi mente la imagen de la revolución que no fue. Silabas de la tierra, sin duda, constituyó un punto de quiebre en la evolución del cuento ecuatoriano, pero es muy probable que su impacto en la formación del canon cuentístico haya pasado desapercibido por la condición de mujer y exiliada de la autora. Hoy, cuando la lucha de las mujeres ha logrado importantes conquistas, es difícil percibir el carácter revolucionario de esos cuentos. En cualquier caso, el libro es testimonio de lo ardua y difícil que ha sido en América Latina la lucha de las mujeres escritoras. Las protagonistas son mujeres que luchan porque su voz sea escuchada, cuestionan, piensan, se resisten a las imposiciones de su tiempo, procuran ejercer su voluntad y denunciar las opresiones del mundo en que les tocó vivir. Son mujeres. Quizá todas esas historias son la misma historia: la lucha de Lupe Rumazo por seguir siendo Lupe Rumazo, la escritora.










