Irónicamente, una violación es un acto que no tiene mucho que ver con la sexualidad, salvo en su apariencia. En realidad, mediante su acción, el agresor evita asumir lo que implica su condición de sujeto sexuado en los azares y contingencias de sus encuentros con el otro sexo. En lugar de ello, se asegura del resultado transformando un acto sexual en un ejercicio mecánico, durante el cual introduce algún órgano u objeto físico en cualquier orificio del cuerpo de su víctima, para conseguir una caricatura grotesca del placer sexual. Por eso, no hay duda de que una violación es un acto perverso, incluso si el perpetrador no es un perverso por estructura sino un abusador ocasional.

La revista Vistazo, en su edición 1234 del reciente 31 de enero, le dedica espacio al tema y nos informa que en los últimos cuatro años se han registrado 21.451 denuncias por violación en la Fiscalía de la República del Ecuador. Si a esa cifra restamos aquellos casos de falsas acusaciones, y sumamos aquellos que no se denuncian por diferentes razones, seguramente ese número ascenderá. Esto significa que cada día se cometen -por lo menos- 15 violaciones en nuestro país, en contra de mujeres, adolescentes, niñas, niños y hombres. Es una cantidad insoportable y una realidad espantosa. Al parecer, los crímenes sexuales constituyen un grave y desatendido problema de insalubridad pública, inseguridad ciudadana, incompetencia judicial y patología mental en el Ecuador.

¿Cómo se explica esto? Podríamos sumarnos al coro que argumenta la causalidad en “el patriarcado, el machismo y la hegemonía masculina en el Ecuador”. Una explicación que zanja el asunto de manera cómoda y definitiva sin aportar soluciones. Una explicación que se repite sin cesar y sin pensar, y que debe ser interrogada más allá del activismo de género. Porque en cuanto al patriarcado, es un mito constituyente o una especie en vías de desaparición en Occidente desde hace varias generaciones. Acerca del machismo, podríamos parafrasear a Jacques Lacan (“A madre santa, hijo perverso”), para investigar en la clínica de lo particular la relación frecuente entre machismo y “madrismo”. Y sobre la hegemonía masculina, siendo una realidad imperante, ella no es más que el patético testimonio de la impotencia masculina para asumir la virilidad por otra vía que no sea la del dominio y la explotación de las mujeres.

Algo no anda en el Ecuador y en todo el mundo en las (no)relaciones entre los hombres y las mujeres. Algo no anda desde siempre, y el activismo de género simplifica y esquiva el desafío de las diferencias sexuales bajo la proclama de las igualdades indiscriminadas y la multiplicación (sin cuestionamiento) de los nuevos “géneros” que eluden la asunción de una posición sexuada de los sujetos frente a hombres y mujeres. Algo no anda, y la alternativa no es el “feminismo” de los hombres y mucho menos su “feminización”. Quizás se podría empezar por la “educación sexual” de adultos y padres de familia. Crear espacios para que hombres y mujeres puedan encontrarse e interrogarse sobre los fundamentos de su masculinidad y feminidad, de manera libre y abierta, sin consignas de género, lecciones de anatomía ni aforismos lacanianos.

(O)