La última noticia del abogado Jesús de Galíndez es de las 22:30 del 12 de marzo de 1956, cuando se lo vio en la estación de metro de Columbus Circle, en la ciudad de Nueva York. Esta tarde, había dictado sus clases en la Universidad de Columbia y se dirigía a su casa, el apartamento 15F del número 30 de la Quinta Avenida. Años después y gracias a testimonios confidenciales se supo que esa noche fue sacado de su casa, drogado y trasladado en avioneta a República Dominicana. Antes de que sus sicarios le sacaran los ojos, le cortaran la lengua, le arrancaran las uñas, le machacaran los huesos con un mazo, y echaran sus restos a los tiburones, supo que había vuelto a Santo Domingo –que en ese entonces tenía otro nombre– para morir. Alcanzó a leer su sentencia de muerte en los ojos de propio Rafael Leónidas Trujillo.

Cuando Rafael Correa Delgado fue vinculado al proceso por el secuestro del exlegislador Fernando Balda, yo era reportero judicial de un prestigioso periódico y vivía en Quito. En varias ocasiones revisé los audios que los agentes de la policía entregaron a la Fiscalía dentro de su cooperación eficaz. De todos los audios, el más espeluznante es el de una reunión de los agentes con el ex secretario de Inteligencia, Pablo Romero, en la que conversan sobre cómo ocultar el secuestro frustrado de Balda en Bogotá. En cierto momento suena el teléfono. Romero explica a quien le habla al otro lado de la línea que está, precisamente, tratando el asunto y que no se preocupara, que las órdenes se cumplirían. Se despide llamándolo Señor Presidente. Luego les explica a los agentes que quien llamó había sido el mismísimo primer mandatario de la República. En esos días vi pruebas de las autorizaciones de Presidencia para los viáticos, las cartas desesperadas de los agentes en las que pedían que el Gobierno cumpla su palabra de protegerlos de la Justicia y los testimonios anticipados de todas las autoridades que afirmaban que el único que podía dar órdenes al secretario de la Inteligencia, ese que planificó y ordenó la consumación del secuestro, era el jefe de Estado del Ecuador.

Inmerso en la cobertura, y pese a que ya había leído La fiesta del chivo de Vargas Llosa, era incapaz de ver las semejanzas entre los secuestros de Balda y Galíndez hasta que mi abuelo, el Dr. Edgar Molina Montalvo, me lo recordó en nuestras conversaciones de los almuerzos de los domingos, que tanto extraño de mi vida en Quito. Cuando los megalómanos están borrachos de poder, se creen impunes y son capaces de ordenar crímenes para vengarse de quienes creen que han mancillado con sus burlas su honor de dictadores. Galíndez fue un escritor, abogado y catedrático vasco que huyó de España tras la Guerra Civil y el ascenso del franquismo. Encontró refugió en República Dominicana, ofició de profesor y de funcionario de la Comisión de Salarios Mínimos, desde donde procuró acuerdos con los huelguistas del azúcar. Asqueado de la violencia y los abusos del régimen trujillista, partió a Nueva York, no sin antes documentar las arbitrariedades. La escritura de su tesis doctoral para Columna fue la causa de su secuestro y asesinato. Su título era “La era de Trujillo: un estudio casuístico de dictadura hispanoamericana”.

Determinados documentos muestran que Trujillo habría empleado alrededor de 1 millón de dólares en el secuestro de Galíndez. En el caso de Balda, entre cheques del Banco Pacífico, viáticos de la Presidencia, el informe de la Contraloría “Operación Secuestro”, el pago a los secuestradores contratados o el alquiler de dos vehículos en Bogotá, implican que el Estado ecuatoriano habría gastado alrededor de 237.688,15 dólares en el secuestro de Balda, aunque se dice que podría ser mucho más. Entiendo que hasta el día de hoy no ha salido un informe de Contraloría con indicios de responsabilidad penal por el uso delincuencial de estos dineros públicos, para que a la par se inicie una investigación por peculado. ¿Hasta cuándo, Pablo Celi?

La justicia tendrá que determinar las responsabilidades por los crímenes de esa década. Al menos en el caso de los agentes Chicaiza y Falcón lo está haciendo, no así de los peces gordos que ordenaron el delito. Más allá de eso, es nuestra obligación recordar. La memoria histórica de un país es la única posibilidad de justicia hacia el futuro. Pronto asistiremos a elecciones. Que no sirva nuestro voto para las aspiraciones de quienes desde el poder cometieron corrupción, ordenaron secuestros, acallaron a la prensa, obstruyeron la investigación por el asesinato del general Gabela, persiguieron desde la Justicia y con sentencias fabricadas, fueron silenciosos cómplices y encubridores de un Estado autoritario que pretendió destruir las vidas de quienes disentían. El secuestro de Balda es parte de esa historia atroz: todos esos crímenes que los ecuatorianos permitimos y toleramos durante 10 largos años.