La ficción –aquel proceso por el cual damos provisionalmente existencia a las cosas reales o no– determina nuestras vidas, incluso las de quienes se creen muy racionales. Un espacio privilegiado de la ficción es la literatura, que, según el escritor norteamericano James Salter (1925-2015), es el arte de la ficción (Wallace Stevens, otro poeta norteamericano, diría “ficción suprema”). La literatura asume la misión de recordar, lo cual es un acto decisivo para las personas y la comunidad, sabiendo “que lo que uno escoge olvidar es igualmente revelador”, dice Salter en El arte de la ficción (Barcelona, Salamandra, 2018).

La libertad artística es la condición de todo gran escrito: “La libertad de no estar sometido a las ideas corrientes de moralidad o a ningún catecismo… la libertad, o más bien la necesidad, de romper con cualquier mediación. No debería haber cortapisas en lo que te está permitido pensar o imaginar”, señala Salter, para quien la literatura es la oportunidad de recuperar detalles que se tornan significativos, pequeñeces que explosionan nuestros afectos y que suscitan otras remembranzas que adquieren la diafanidad de una certeza: “Los escritores que me gustan son los que tienen un don para observar de cerca”.

En Quemar los días: recuerdo (1988) Salter propone comprender la vida como si fuera una casa con habitaciones, sala, comedor, cocina, y el escribir “como mirar a través de las ventanas de esa casa”. Así se atisbará algo de unos ocupantes; otros ambientes estarán vedados; y, ante cierta ventana, alguien querrá permanecer más tiempo observando… “Como con cualquier casa, no todo lo de adentro puede ser visto”, concluye. Ver lo que no se puede ver es el sostén de la gran literatura. Antes de dedicarse por entero a la escritura, Salter sirvió doce años en el ejército, en el que pilotó aviones de combate.

El cuento homónimo del libro La última noche (2005) es estremecedor. Walter y Marit son un matrimonio que ha llegado a determinados acuerdos. Ella padece un cáncer que empezó en el útero y que ya ha tomado los pulmones. Irán a cenar –especie de última cena– con Susanna, de 29 años, amiga de la familia e invitada de Marit. Es la noche elegida... En la refrigeradora de la casa la espera una jeringuilla lista para ser usada. La velada es relativamente animada con buenos platillos y gran vino. El marido solo piensa en la luz que saldrá cuando abra la refrigeradora.

Cuando la inyecten, Marit no quiere que Susanna se vaya, aunque esta está muy incómoda y nerviosa. Marit la calma diciéndole que todo está bien planeado. Marit se ha puesto la ropa que la acompañará en el más allá. Walter y Marit se declaran su amor mientras él le clava la aguja y el silencio en la casa se magnifica. La noche es larga y de pronto Walter y Susanna están besándose apasionadamente. En la mañana siguiente, unos pasos que bajan tambaleantes del cuarto de arriba interrumpen el desayuno… Algo ha salido mal. Y aquí la pluma de Salter latiguea porque un silencio letal invade la mente del lector. Este es el arte de la ficción. (O)