Por actividades académicas y profesionales, debo cruzar cada tanto el charco, como se dice con cierto gracejo a hacer viajes trasatlánticos. Esta semana he sido espectador privilegiado de la huelga de taxistas en España, en protesta por la competencia que les supone el funcionamiento de aplicaciones como Uber y Cabify. Este gremio de trabajadores, por demás respetable por cierto, no entiende qué es lo que pasó y por qué de un día al otro su mundo se cayó en pedazos, con ellos en la mitad. Hasta ahora la pelea había sido con el taxismo informal, esos autos que operan a su aire y casi siempre individualmente, ofertando carreras con un rótulo y huyendo de la mirada de la autoridad. Los problemas estaban en la concesión de permisos de operación a cooperativas manejadas por dirigencias mafiosas, que han hecho de la venta de puestos un negocio más que rentable. En muchos casos, el permiso de trabajo puede costar más que el propio vehículo. Si de vez en cuando caía algún gobierno presa de sus chantajes, se podía hacer otro negocio adicional, el de la importación de autos con total exoneración de impuestos, que casi siempre devenían en nuevos casos de corrupción.

¿Qué pasó con ese mundo que por más de sesenta años rigió en el país? ¿Cuándo y cómo se desplomó? Como con toda razón dijo en su espacio Iñaki Gabilondo, analista de el diario El País, el futuro no es algo que nos esté aguardando un día remoto del mañana, cuando se plasmen todos esos cambios formidables que se anuncian, todas esas premoniciones que parecen de ciencia ficción; el futuro está ya aquí y no lo podemos detener a golpe de piedra. Mientras los taxistas se toman las calles en protesta, Uber está muy avanzado en el diseño de coches sin conductor y no está lejos el día en que se usen otros que vayan por los aires. El servicio de mensajería ya no se hace con ciclistas o motociclistas en muchos lados, sino a través de drones que alcanzan su objetivo en la cuarta parte del tiempo. El mundo que conocíamos todos hace apenas cinco años no existe más y no hay actividad o profesión que no se vea afectada por estos cambios.

Los periódicos y demás medios de comunicación tradicionales hacen milagros para subsistir, pues la existencia y funcionamiento de redes sociales y demás mecanismos no convencionales de información generan una competencia que hace apenas veinte años se habría considerado impensable. Por supuesto, como en el caso de los taxistas, mucho del coste por tales modificaciones sociales, han tenido a los puestos de trabajo como moneda de pago. Decenas de empresas de comunicación se han cerrado y miles de plazas de trabajo se han perdido en el periodismo.

A las demás profesiones, como la abogacía por ejemplo, el futuro está por caerles como un muro sobre la cabeza. Actualmente en el ámbito anglosajón, ya funcionan una serie de plataformas que permiten la consulta jurídica en línea, que van desde lo completamente gratuito, hasta la consulta pagada por diferentes niveles de suscripción. Al setenta por ciento de efectividad que supone la consulta realizada en persona al abogado, se contrapone el noventa por ciento de efectividad que presenta la consulta en línea. Hace un par de años algún dirigente gremial planteaba su oposición a que se eliminen los casilleros judiciales tradicionales, es decir las cajitas de lata en las que día a día el abogado recibía en físico sus notificaciones. Ahora el reto de la justicia es su total digitalización, de manera que el profesional del derecho pueda no solo consultar sus procesos en línea, así como todo documento que se incorpore a los mismos, sino incluso interactuar con el sistema, presentando sus escritos y alegatos desde su computador. El reto del abogado en este punto de la historia, será ponerse al día con una tecnología que tradicionalmente nos ha sido poco amigable, pues si hay algún grupo profesional que ha sido reticente a los cambios, además de los taxistas ha sido el nuestro. No tiene sentido que un nuevo sistema exija condiciones tecnológicas inalcanzables para la mayoría de abogados, pero tampoco tiene sentido que ese mismo sistema vaya a la velocidad de una pequeñísima minoría de analfabetos funcionales, que a estas alturas de la historia no saben cómo prender un computador o abrir un correo electrónico. El abogado que madruga en las mañanas a ver sus notificaciones en el casillero, que dicta sus escritos a su secretaria, que guarda registros oficiales y gacetas judiciales en su archivo y que espera acercarse a las unidades judiciales para consultar físicamente sus procesos, es como el dinosaurio que veía maravillado cómo se acercaba el meteorito a la Tierra.

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Ahora el reto de la justicia es su total digitalización, de manera que el profesional del derecho pueda no solo consultar sus procesos en línea, así como todo documento que se incorpore a los mismos, sino incluso interactuar con el sistema, presentando sus escritos y alegatos desde su computador.