Hace pocas semanas los taxistas de Quito salieron a protestar contra Uber y Cabify. Pretendían el “bloqueo definitivo” de estas plataformas.

En ese caso, casi todos tenemos claro que estas plataformas internacionales solo traen beneficios. Entendemos que los taxistas en lugar de protestar deben mejorar su servicio, adaptarse a los nuevos tiempos y competir. Que proteger a los taxis no es el camino. Que todos ganamos con la apertura, la libre competencia, la modernidad.

Pero hay otros casos que no son tan claros para muchos. El bicho proteccionista nos mete el cuento de “defender” al trabajador local, a la industria local contra la diabólica influencia extranjera, o peor aún proteger la cultura e identidad local, excusa que siempre asoma a la hora de pedir privilegios para un sector.

Estos días, a propósito de las reformas en la Ley de Comunicación, se discute la permanencia del artículo 98. Ese artículo obliga a las empresas a contratar a productoras locales para hacer su publicidad y “prohíbe la importación de piezas publicitarias producidas fuera del país por empresas extranjeras”.

Muchas productoras locales piden que ese artículo se mantenga. El argumento es que la ley las ha ayudado a desarrollarse y profesionalizarse. Que gracias a esa ley, fotógrafos, actores y camarógrafos locales tienen más trabajo. Claro, a costa de mayores costos en publicidad y, sobre todo, a costa de la libertad de las empresas para elegir cómo manejan su comunicación.

“Si se elimina la ley, muchos productores, fotógrafos, actores quedarán sin trabajo” leí por ahí. Es el mismo argumento de los taxistas: defiéndanme prohibiendo lo extranjero. Cerrarse al mundo como receta de crecimiento. Así podemos ir de industria en industria, pidiendo protección y privilegios, mientras afectamos la libre elección del consumidor y los precios se elevan ante la falta de competencia.

Si entendemos el daño que causa el proteccionismo en los taxis, deberíamos entender el daño que causa en cualquier industria. Mantiene privilegios, aumenta precios ante falta de competencia, elimina incentivos para mejorar el servicio, y lo más importante, va en contra de la libertad del consumidor de elegir el producto o servicio que prefiera. Quien escoge un producto o servicio local que lo haga porque así lo prefiere, no porque una ley lo obliga a hacerlo.

Debemos desterrar el proteccionismo de nuestro ADN si queremos salir adelante. Dejar de llorar porque las empresas gringas o las chinas o las alemanas son muy grandes y poderosas y no podemos competir contra ellas. Si no podemos competir en un sector, dediquémonos a industrias donde sí podamos competir o encontremos ese nicho, ese espacio, donde podemos ser mejores, diferentes, originales.

Dejemos de creer que nuestro sector o nuestra profesión es especial y merece protección. Bienvenidos los incentivos, no la protección. Incentivos que nos motiven a invertir, a crecer, a competir con el mundo. No restricciones y protecciones que obligan a consumir lo local y cerrarnos al mundo.

Ningún sector es especial. Ningún sector merece protección del Estado que limite la libertad del consumidor. Ni por asuntos de “identidad y cultura nacional”, ni por “asuntos estratégicos”, ni nada. El sector que puede competir saldrá fortalecido ante esa competencia internacional. Lo demás es queja tercermundista. (O)