Me horrorizan los que se horrorizan porque la final de la Libertadores de América se juegue el próximo domingo nada menos que en Madrid, lejos de nuestra América y en la capital del reino del que nos liberamos (lo digo sin ningún ánimo de ofender a los que lo piensan o lo dicen). Lo que debería horrorizarnos es que los argentinos no podamos organizar un partido de fútbol. Soy argentino y me animo a decir que el razonamiento adolescente argentino es bastante habitual, que no es ni inteligente ni adulto, pero sobre todo que padece del nacionalismo estúpido que teníamos los adolescentes argentinos en la década de 1960.

Los españoles de la Argentina no somos descendientes del virrey Cisneros ni del marqués de Sobremonte; somos Pérez, Rodríguez y Fernández y ya sabemos que descendemos de los barcos como los Rossi, los Yunis, los Cohen, los Müller, los Spaciuk, los Zbicowski y los Karadagián. Pero, además, los que recibieron a nuestros antepasados eran también inmigrantes, solo que habían llegado unos minutos antes. Con el razonamiento nacionalista adolescente tendríamos que haber rechazado los barcos que venían cargados de Fernández –el apellido más frecuente en la Argentina– y ahora ya me da lo mismo si venían colados los Sobremonte o los Cisneros: los querríamos igual porque venían para salvarse del hambre y para hacer grande un país, pero sobre todo venían con sus sueños a cuestas, como cualquier inmigrante. Queríamos igual a los españoles que a los italianos, polacos, ucranianos, alemanes, judíos o sirio-libaneses, porque teníamos –ojalá todavía tengamos– el corazón grande como la patria.

Madrid es, después de Barcelona, la ciudad de Europa con más argentinos; luego vienen otras ciudades españolas y mucho después aparece cualquier ciudad no española, empezando por las italianas. La inmensa mayoría de los argentinos que emigraron a España no emigraron: volvieron sobre los pasos de sus abuelos y viven en España con todo derecho porque son tan españoles como los que nunca se fueron y tan argentinos como los que nos quedamos aquí. Me dirán –con razón– que hicieron trizas el sueño de sus abuelos; puede ser, pero no les niego todo el derecho a volver porque la aventura de los migrantes es dura y el sueño se prolonga por varias generaciones.

Hay unos 300.000 argentinos viviendo en España. No se los llevó el rey como esclavos para sus plantaciones de alcornoque; están allí porque son libres de elegir y eligieron vivir en España, porque creen que es mejor para ellos –y para sus hijos y nietos– que vivir en un país que no puede organizar ni un partido de fútbol. La Argentina viene de frustración en frustración y las frustraciones provocan emigrantes, del mismo modo que el hambre y la falta de sueños provocaron la de nuestros abuelos de todo Europa y Medio Oriente… No hablo del Ecuador y sus crisis porque no soy ecuatoriano, pero baste decir que tenemos números parecidos en Europa y hay el doble de ecuatorianos que argentinos en los Estados Unidos. La emigración de argentinos a España es una señal terrible que deberíamos leer mejor: es la señal del sueño truncado de nuestros antepasados y de lo frustrante que resulta para muchos vivir en el país que soñaron sus abuelos y que ahora es incapaz de organizar un River-Boca.

Decía que me resulta histérica y adolescente la xenofobia que aletea en el comentario sobre la sede de la final de la Libertadores. Es que además del argumento de los migrantes, los sucesos de la independencia no empañaron para nada la cercanía con España, porque los libertadores eran tan españoles y tan americanos como aquellos de quienes nos liberábamos: América no se independizó de los españoles; se independizó de la tiranía y del absolutismo de la corona española de aquellos años. Y para colmo Brasil –la gran potencia futbolera del continente– no tuvo libertadores sino emperadores… Desde aquellos tiempos un español se siente en su casa en la Argentina y un argentino se siente en su casa en España. No hay otro país con lazos más fuertes con la Argentina, tanto que desde siempre llamamos a España la Madre Patria, que es un título entrañable y bien merecido. Decir otra cosa es fruto de la ignorancia, de la histeria y de la adolescencia colectivas, las que nos impiden hace años organizarnos como nación y también organizar un simple partido de fútbol entre River y Boca. (O)