La constancia de la señora Patricia Ochoa obtuvo un primer fruto en la Asamblea. Con su perseverancia, acompañada de una acertada asesoría legal y apoyada por amplios sectores de la opinión pública, desarmó las trampas que se pusieron para evitar la investigación del asesinato de su esposo. La misma comisión que postergó el pronunciamiento y en la que hubo encubridores, debió rendirse a las evidencias y aceptar que podría tratarse de un crimen de Estado. Los siguientes pasos corresponderán al pleno del Legislativo y a las instancias judiciales. En el primero seguramente no habrá mayor problema porque la necesidad de hacer buena letra frente a la ciudadanía impulsará el voto pragmático. Pero es probable que en el laberinto de los juzgados vuelvan a aparecer las trabas e incluso las amenazas y la violencia.

Todo el camino seguido hasta ahora sirve para comprender la dimensión que alcanzaron la corrupción, la debilidad de las instituciones y la podredumbre en que se mueve a sus anchas una parte de la dirigencia política. También sirve como aprendizaje de lo que se puede lograr cuando se asumen activamente los derechos y se escoge el camino adecuado para hacerlos valer. En este caso, las acciones debieron pasar inevitablemente por instancias políticas y apuntaron hacia personas que desempeñaban –y algunas siguen desempeñando– cargos políticos. En la primera fase, las investigaciones tuvieron como escenario la asamblea, que debía asumir su función de control del gobierno. Los actores no podían ser otros que ministros y más funcionarios, como responsables de sus acciones e inacciones, y los asambleístas como fiscalizadores. Por eso se lo ha querido ver como un caso político.

Esa apreciación ha servido para que se lo incluya entre los que el correísmo califica como actos de persecución. Lawfare es la palabra con la que aluden a una supuesta utilización política de la justicia. Con ese término inglés de reciente acuñación –que en América Latina aterrizó en la Argentina por boca de la señora involucrada en varios casos de corrupción–, intentan presentar los actos judiciales como armas dentro de una guerra en la que ellos son los agredidos. En publicaciones del continente latinoamericano e incluso en las europeas que aún nos ven como el buen salvaje roussionano, la palabra se ha repetido hasta lograr que se instale en la blandura de los cerebros. No es casual que, como corresponde a una disciplinada masa, los ejércitos virtuales de las redes la usen como el nuevo comodín.

No hay tal lawfare en lo relacionado con el crimen del general Gabela ni en la investigación y judicialización de los casos de corrupción en que están enredados. Solamente es la muestra de lo que puede hacer la ciudadanía cuando se apropia de sus derechos y obliga a las instituciones a hacer lo suyo. En lugar de victimizarse, deberían dar la cara, como lo hizo el exvicepresidente Sendic en Uruguay. Si no, lo suyo seguirá siendo una guerra de mentiras o, para decirlo con el juego de palabras que les gusta, un lie war. (O)