Rafael Correa ha sido castigado políticamente por donde menos esperaba: la acusación de plagio iniciada en su contra por un discreto pero perseverante político a quien él inició en su carrera. La cadena se rompió por el eslabón más débil, pero eslabón al fin. Lo sucedido con Balda expresa dos costosos fenómenos generados por el líder de la revolución ciudadana: el odio instalado en la lucha política y los abusos del poder para reprimir a los críticos. El caso Balda muestra que a todos, opositores y gobernantes, la política se les fue de las manos, pero quien debe pagar hoy las consecuencias es aquel que usó de modo autoritario el aparato estatal y perdió el poder.

Pero el juicio en contra de Correa tiene un sentido y un alcance mayor: la aplicación de una regla informal de la política ecuatoriana que preserva viva, en medio de todas nuestras precariedades, la aspiración de un horizonte democrático para la vida social y política. Esa regla exige castigar a los presidentes incapaces de sostenerse en el gobierno por su incompetencia y mediocridad, o que, como Correa, se volvieron déspotas. Hay un límite de tolerancia en la sociedad ecuatoriana que ciertos presidentes rompen y entonces son duramente castigados por vías distintas a las convencionales. Los ejemplos más recientes son Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. A ellos se los echó del poder cuando mostraron corrupción, incapacidad para gobernar, debilidad en sus liderazgos, pobres respaldos partidarios y desprestigio en sus liderazgos. Los tres fueron expulsados de la política ecuatoriana de modo definitivo. Bucaram fue desterrado durante casi 20 años; Mahuad no ha regresado al país desde el 2000; y Lucio Gutiérrez permaneció varios años fuera, regresó, estuvo preso y luego intentó, sin éxito, regresar a la política. Los tres se volvieron figuras perturbadoras pero periféricas de la política ecuatoriana. Sus movimientos o partidos, en determinado momento muy fuertes –como el PRE–, terminaron volviéndose marginales.

Correa representa un caso distinto pero no por eso la regla del castigo y la sanción dejó de aplicarse. Liderazgo poderoso, gobierno próspero en términos fiscales, con un movimiento mayoritario, tres elecciones ganadas, dos de ellas en primera vuelta… Un récord difícil de igualar. Pero representa no la debilidad ni incapacidad del poder político, sino su extrema fortaleza, abuso y arrogancia. El juicio por el caso Balda no hubiese sido posible por fuera de esta necesidad de castigarlo en nombre de un difuso pero existente horizonte democrático. A pesar de su aparente popularidad, nadie se ha movilizado para salvarlo. A pesar incluso de los llamados a la violencia y a la resistencia del señorito Patiño, como lo llama Simón Espinosa, nadie sale a las calles a protestar. El gran líder abandonado. Crueldad y grandeza de la regla informal de la política ecuatoriana. Lo que para Correa es la persecución del traidor, resuena como un castigo político por haber maltratado a los ciudadanos, haber abusado del poder, haber promovido tanto despilfarro y solapado la corrupción.

La regla informal se activa cuando se rompen los límites intuidos de la política democrática. Y una vez activada, como ahora, sus consecuencias son destierros largos y agonías políticas indefectibles. ¡Adiós, Correa! (O)