En la columna anterior expusimos la necesidad de diseñar un programa de reconstrucción político-social para su implementación paralela al programa de rescate nacional que ha ganado consenso entre los economistas que se ocupan de la cuestión venezolana.

El argumento que sustenta esta propuesta puede resumirse de la siguiente manera. La crisis venezolana no es exclusivamente una crisis económica. Se trata de una crisis estructural en la que todos los sectores de la sociedad (económico, político y social) se refuerzan mutuamente en un verdadero círculo vicioso.

Una crisis de esta magnitud demanda respuestas integrales que permita sustituir el círculo vicioso por un ciclo virtuoso que genere su reproducción sostenida en el tiempo.

Al contrario, confiar en un ingenuo determinismo o supremacía económica, así como en la capacidad de “autolegitimación” de las políticas económicas sobre la base de sus propios resultados, significaría repetir los errores cometidos en el pasado. La economía no es un campo aislado del resto de la sociedad.

La Venezuela de la postransición, en la que podría implementarse un plan de rescate nacional, será una Venezuela fragmentada, con muchos actores con grandes reservas de poder, que podrían obstaculizar cualquier iniciativa de recuperación. En ese escenario, es imprescindible construir un mínimo de viabilidad política y social para los proyectos económicos.

En este sentido hemos identificado como un prerrequisito para el éxito de cualquier programa o política pública la reconstrucción de la confianza. No obstante, esta no se diseña en un papel de trabajo. La confianza es, en realidad, el resultado no intencional de continuas interacciones sociales en búsqueda del bien común, sostenidas a lo largo del tiempo.

Por ello es vital para la recuperación integral de Venezuela restaurar del debate político como herramienta crítica y de evaluación de políticas públicas, así como para la construcción de consensos y reconstrucción de la confianza.

Ello supone abandonar el paradigma maniqueo imperante entre gobierno y oposición, que confunde el debate y la deliberación con conspiración y la construcción de consensos con traición.

La reactivación del debate político también supone abandonar el lenguaje polarizador y extremista, que exacerba y divide la opinión pública. Dejar de centrarse en personas para centrarse en los problemas y las posibles soluciones. Orientado por una lógica de distribución de ganancias en vez de distribución de culpables y perdedores (suma cero).

El debate también debe abandonar el paradigma excluyente que ha dominado la Venezuela de inicios del siglo XXI, para extenderse a todos los sectores políticos, económicos y sociales del país a través de las redes sociales que sobrevivan la devastación chavista. Partidos políticos, organizaciones de derechos humanos, sindicatos, gremios, organizaciones comunitarias, universidades, iglesias, medios de comunicación, junto a los cuerpos colegiados de elección popular, deben jugar un rol en el control y orientación de las políticas públicas de reconstrucción nacional en un marco de respeto a la autonomía e independencia del resto de los actores sociales.

Finalmente, cualquier proyecto de desarrollo nacional debe aprovechar dos potencialidades que permanecen latentes en la cultura venezolana, a la espera de una oportunidad, aun cuando han sido sistemáticamente desestimadas por los distintos proyectos nacionales de las últimas cuatro décadas.

Me refiero a la vocación emprendedora y a la apertura a las nuevas tecnologías que caracteriza a los venezolanos. Un proyecto que apueste a cultivar estas cualidades puede confiar en su sostenibilidad a mediano y largo plazo, al tiempo que refuerza el sistema inmunológico contra el populismo autoritario. (O)