Encontré a Alicia Yánez Cossío como se encuentran las experiencias que son inolvidables. Una azarosa o milagrosa aptitud hacia la lectura puso en mis manos Sé que vienen a matarme (2001), cuando era un adolescente aburrido, envejecido prematuramente, politizado. Aún hoy, me pregunto qué fue lo que su literatura me ofreció. Quizá fue vitalidad, porque muy en el fondo me incitó, junto con otras lecturas de la época, al deseo de escribir.

Todavía estaba en el colegio cuando la busqué. Pensaba que con el pretexto de entrevistarla, le podría preguntar el secreto de la escritura. Me contó su vida, me dijo que lea y que si quería escribir, solo necesitaba lápiz y papel. No he parado de escribir desde esa época. Tal vez sí me dijo el secreto de la escritura. A veces, cuando escribo hasta la madrugada, cuando me quedo en blanco, cuando pienso que ya no puedo más sobre el teclado, recuerdo esa entrevista. Por eso escribo este artículo; le rindo homenaje cuando ha cumplido sus primeros 90 años.

Desde que comencé a leerla, hace más de una década, es la primera vez que escribo mi opinión sobre sus obras, o que pretendo hacerlo. Comenzaré diciendo que, al menos para mí, no hay discusión: es la máxima novelista del siglo XX en Ecuador, pese al silencio. Su superioridad era tal que prefirieron negarla, en favor de la flemática literatura de los setenta, ochenta y noventa. Alicia no era la intelectual de París, amiga de Cortázar, sino la esposa y madre que trabajaba de profesora para sostener el hogar y cuidar a los hijos. No sé a qué hora escribió sus doce novelas, la literatura infantil, los cuentos, la poesía y el teatro. Clarice Lispector decía que el destino de toda mujer es ser mujer. Pienso que el destino de toda escritora es resistir.

Como la lectura de los clásicos, tengo en mi memoria imágenes vibrantes y lúcidas de su literatura. Bruna camina por las calles de esa ciudad donde el soroche adormece a la población, mira las blancas torres de las iglesias y conventos, las ve tan monumentales que piensa llegan al cielo. Dolores Vintimilla se encara con Dios, le dice que no aguanta más y se toma el veneno. En el Cuzco, la Pivihuarmi Cuxirimay Ocllo siente una felicidad inexplicable, inmensa, cuando le dicen que su hermano y futuro esposo Atahualpa, a quien no ha visto en años, preguntó por ella en el campo de batalla.

En la escritura de Alicia Yánez Cossío brilla el rigor de la investigación histórica, la lucha infranqueable por un lenguaje genuino, la desacralización de los ídolos, y ese misterioso proceso en el que lo ficticio transforma, engrandece y da sentido a lo real. Su propuesta estética problematiza la vida de mujeres obligadas a enfrentarse a la Historia dominada por los hombres, y a aguantar lo que no se aguanta, armarse de carácter, volverse complejas, sacrificarlo todo, ser mujeres. Es indudable, la literatura ecuatoriana tiene rostro de mujer: Lupe Rumazo, Gabriela Alemán, Sandra Araya, Mónica Ojeda, Marcela Rivadeneira, Carla Badillo, Alícia Yánez Cossío y tantas otras. (O)