Desde hace un tiempo la idea de que la profundidad de la crisis venezolana amerita, ya no un simple programa de reformas para la recuperación económica sino un complejo plan de rescate nacional, ha venido ganando consenso entre los principales economistas que tratan la situación venezolana.

El argumento central es que el “desastre económico” (Vera, 2017) lejos de detenerse “continúa agravándose año tras año” (Hausmann et al., 2018), mes a mes, día a día, configurando un “episodio de ruina verdaderamente excepcional” (Santos y Barrios, 2018) en el que el país ha perdido cerca de la mitad de su Producto Interno Bruto (PIB) en tan solo 5 años (Hausmann et al., 2018). Una cifra que según el Fondo Monetario Internacional (FMI) sitúa a Venezuela en el séptimo lugar de las mayores crisis económicas del siglo XXI, solo superado por Yemen, Libia, Sudán, Guinea Ecuatorial, San Marino y Timor Oriental (El País, 2018). Países que en su mayoría han atravesado intensos conflictos bélicos.

La magnitud de la destrucción es tan amplia que alcanzó incluso la principal fuente de ingresos del país y sostén económico del Gobierno, la petrolera estatal venezolana Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA), atrapada en un círculo vicioso, en el cual el “colapso del flujo de caja ha degenerado en un colapso de la inversión, produciendo una espiral mortal” (Monaldi, 2018), y autodestructiva que se propaga hacia todos los sectores de la economía. En un evento sin precedentes, PDVSA ha registrado una caída en la producción cercana al 50%, desde la elección de Nicolás Maduro en abril de 2013 hasta su “reelección” en mayo de 2018 (ibíd).

Todo ello implica que deben implementarse medidas que den un giro de 180 grados al funcionamiento de la economía. Algunas de la principales son: reducir el papel del Estado en los procesos de producción de bienes y servicios, eliminar de los excesivos mecanismos de control de la empresa privada, garantizar los derechos de propiedad, liberar el acceso a divisas, entre otras.

Los economistas coinciden en que debe incluirse también un programa de reestructuración de la deuda y un plan de asistencia financiera internacional en torno a los 60 mil millones de dólares.

Finalmente, afirma Hausmann et al. (2018), Venezuela necesitará un programa de donaciones internacionales por aproximadamente 20 mil millones de dólares, pues “[h]oy en día Venezuela es un país pobre, altamente endeudado, que no podrá salir adelante solamente con pedir prestado” (ibíd).

En síntesis, al menos en materia económica, el panorama aunque sumamente complejo, goza de un consenso mínimo de inicio.

Pero el deterioro venezolano no es exclusivamente económico, de hecho, es posible que la crisis político social sea tanto o más profunda. Por ello es necesario pensar en un plan de reconstrucción del tejido social cuyo inicio anteceda al plan económico. El razonamiento detrás de este orden cronológico de implementación es que es imprescindible reconstruir primero el capital social para que todos los sectores sociales puedan acceder, aprovechar y aportar al proceso de reconstrucción del país.

Esta tarea requiere realizar un inventario para determinar los recursos políticos sociales disponibles, así como aquellos que necesitan desarrollarse, para la reconstrucción integral del país.

Se trata de inventariar tanto organizaciones políticas, sociales, culturales, empresariales, deportivas, como los valores y normas compartidas por los venezolanos. Es decir, analizar la cultura política, económica y social de los venezolanos tras la devastación chavista, para construir un modelo de desarrollo nacional sobre los consensos vigentes.

En ese sentido, la principal prioridad nacional debe ser la reconstrucción de la confianza social. No es un secreto que el chavismo ha logrado mantenerse en el poder gracias a una política sistemática de destrucción de la confianza entre los ciudadanos, y entre ellos y las instituciones sociales. Una breve mirada a los estudios de opinión pública revela que tan solo 9% de los venezolanos confía en sus conciudadanos, mientras que más del 60% desconfía de todas las instituciones públicas, incluida la Fuerza Armada. Mención especial merecen los partidos políticos cuya desconfianza alcanza al 70% de la población. La desconfianza no se limita a las instituciones y actores nacionales. En una sociedad estructurada con base en la desconfianza, la sospecha es la principal moneda de cambio y por ello los principales organismos de financiamiento internacional, aunque son poco conocidos, gozan de niveles de confianza que rondan el 40% (Latinobarómetro 2017).

Si bien es cierto que la necesidad de implementación de un plan de rescate integral y los actores internacionales que deben involucrarse en su desarrollo no dependen de la popularidad nacional de los organismos internacionales de financiamiento, el éxito de su implementación sí dependerá del apoyo político y social que logre construirse en torno al mismo. Dicho de otra forma, ningún plan o programa nacional puede desarrollarse satisfactoriamente si una parte importante de la sociedad desconfía o se siente al margen de dicho proyecto.

En ese sentido, otro destacado economista ha afirmado recientemente la necesidad de “evitar el capitalismo de compadres de muchas economías poscomunistas” (Velasco, 2018), característica clásica de una sociedad dividida por una brecha de desconfianza en la que el capital social se distribuye desigualmente.

El principal componente que arroja el inventario para el rescate político social de Venezuela es la reconstrucción de la confianza. Sin embargo, no es el único. En la siguiente entrega desarrollaremos las otras variables que deben constituir este plan. (O)

La principal prioridad nacional debe ser la reconstrucción de la confianza social. No es un secreto que el chavismo ha logrado mantenerse en el poder gracias a una política sistemática de destrucción de la confianza entre los ciudadanos, y entre ellos y las instituciones sociales.