En el ecléctico panorama mundial de educación superior se pueden identificar tres grandes grupos de instituciones: competitivas de alto rendimiento, oportunistas y francamente básicas. Algunas oportunistas, que apuntaron a suplir necesidades específicas de un segmento de la población o campo profesional, crecieron mientras se institucionalizaron. Otras, bien podrían, como contempló alguna vez uno de sus dueños en Ecuador, convertirse igualmente en un hotel.

Los institutos vocacionales técnicos, que aquí cumplen una suerte de salvataje, en Europa cultivan aptitudes y conocimientos imprescindibles para el desarrollo social y tecnológico. Mientras, los técnicos, que necesita desde el sector privado productivo hasta el sector público de salud, tienen formación deficiente o brillan por su ausencia en un mercado que privilegia un título superior sin tener seguro por qué.

Fuera de la contienda por la gran mayoría del pastel de maratonistas del cartón, que en nuestro imaginario mejora la empleabilidad, surgen iniciativas más sensatas, todas sin costo. Son 16 años desde que MIT abrió sus cursos para quienes tuvieran la capacidad de aprender de la mano de sus brillantes maestros sobre administración, arte, humanidades, ciencias sociales, salud y medicina, y por supuesto matemáticas e ingeniería. Igual tiempo tiene la Universidad Popular de Caen fundada por Michel Onfray recibiendo al público, sin inscripción, de manera libre y gratuita, con conferencias magistrales que tienen como objetivo declarado dar una educación elitista para todos.

La semana pasada, la prestigiosa New York University anunció que ya no cobrará pensión a sus estudiantes de Medicina, la carrera singularmente más cara de Estados Unidos. De manera más modesta, pero no por eso menos ambiciosa, Barefoot College está transformando el sur del planeta. Solo uno de sus proyectos entrenó a más de 750 ingenieros locales, quienes trabajaron para dar electricidad limpia a más de medio millón de personas en 1.300 pueblos alrededor del mundo. Esta revolución tecnológica se hizo sin Yachays: los ingenieros de Barefoot (descalzos) no obtienen un cartón, y estudian en las aulas disponibles, desamobladas y con piso de tierra si esas son las condiciones.

La aseveración de que una universidad indígena no debe funcionar en la sede de Unasur porque el espacio no se puede adaptar para aulas causaría risa en Finlandia, donde hay colegios sin ellas, y en India, donde en el célebre colegio y la universidad fundados por Rabindranath Tagore todavía se mantienen sesiones al aire libre. Igualmente, distrae nuestra atención el planteamiento de que esta es una forma de reforzar la discriminación. Las universidades indígenas en Estados Unidos, Canadá y Noruega protegen y fomentan idiomas ancestrales, mientras que aquí el anterior Gobierno impidió la publicación de textos escolares en los idiomas oficiales kichwa y shuar.

Más allá de que el presidente aparentemente quiera “caer bien” con la cesión del edificio y la posibilidad de que ciertos líderes truequen a cambio su silencio, el temor de que “no sabrán hacerlo” no solo es racista, sino vergonzosamente refractario e ignorante. Nadie que se haya opuesto duraría un día en MIT, Caen o Barefoot.

Queda, por supuesto, esperar a ver qué sucede o, mejor aún, dar todo nuestro apoyo. Cuentan conmigo para lo que necesiten. (O)