Aunque muchos esperan de una novela un retrato de época, o de un lugar, incluso una investigación minuciosa sobre determinado tema, la verdad es que la novela es un género escurridizo que parece dar lo que se buscaba pero que, a su vez, introduce subrepticiamente mucho más de lo previsto. Pese a esto, cuando se desdibujan los contornos inmediatos de una generación de lectores, algunas novelas sobreviven y lo que parecía central pasa a un segundo plano, y lo que estaba al margen adquiere un nuevo relieve y se sobrepone como núcleo llamativo. Esta mutación por supuesto que se refiere a los cambios de lectura de cada época, y muchos se llegan a preguntar qué fue lo que realmente se leyó en esa novela, casi como si esta hubiera cambiado. En su divertido cuento, “El experimento del profesor Kugelmass”, Woody Allen se inventa la historia de un excéntrico profesor judío, aburrido de la vida, que por buscar un romance termina en las manos de un mago que lo envía, nada más y nada menos, que al mundo de Madame Bovary, la gran novela de Flaubert. Aparte de la historia del mismo Kugelmass –que termina por llevar esporádicamente a Emma Bovary a Nueva York, a la que se adapta demasiado bien–, los estudiosos de la novela al ver aparecer a Kugelmass no dejan de sorprenderse y concluyen que los clásicos siempre tienen algo inesperado que no se leyó o percibió en su momento. La exageración fantástica de Woody Allen ilustra la inaudita condición de los clásicos releídos.
La pregunta sería cuándo un libro se empieza a convertir en clásico. ¿Debe atravesar una barrera de décadas o siglos? Tal como va el ritmo de nuestro tiempo –aunque esto ya lo dijo Cyril Connolly el siglo pasado– que un libro dure más de diez años ya es todo un logro y, quizá, un atisbo de que va para clásico. Yo tengo sospechas de algunos clásicos. Este año se cumplen treinta años de la publicación de Los versos satánicos (1988) de Salman Rushdie. Como siempre me gusta volver a esta novela, al ponerme a escribir al respecto caigo en la cuenta de que también se cumplen veinte de la publicación de Los detectives salvajes (1998), la otra gran novela de Roberto Bolaño. Esta me resultó mucho más cercana por razones personales: yo acababa de aterrizar en Barcelona para instalarme a vivir allí y al mes de llegar le entregaron el premio Herralde de novela. La leí unos meses después y quedé fascinado por una obra no solo ambiciosa y compleja, sino por un coro de voces atravesado por la música verbal de varios registros de habla latinoamericanos y españoles. Pero también al poco de recordar este otro aniversario pienso en otra novela, un poco más remota, publicada entre 1978 y 1979, y que cumple cuarenta años. Me refiero a El libro de la risa y el olvido, de Milan Kundera. Quizá no sea su novela emblemática, pero sí que es un libro decisivo para comprender su libertad en la novela y que luego se proyectaría en obras como La insoportable levedad del ser o La inmortalidad. La época de la que habla esta novela de Kundera no tocará a muchos lectores pero sí nos compete: el derrumbe de los proyectos totalitarios comunistas y la reiterada devastación del individuo frente a la Historia.
¿Por qué estas tres novelas de hace veinte, treinta y cuarenta años y no otras? Quizá porque uno termina comprendiendo que hay marcas históricas y culturales que ofrecen cierto repertorio de lecturas pero también que los remanentes de esa lectura, si perduran, nos dicen algo de nuestro tiempo, aunque los temas de cada una de ellas se desdibujen. ¿Qué tienen en común? ¿En qué se diferencian? Empecemos por la forma: son completamente distintas en su tratamiento y en su lenguaje, lo que redunda en la gran exploración formal que tuvo el género en lo que Guy Scarpetta llamó el siglo de oro de la novela: el siglo veinte. Luego la historia de sus autores: Kundera y Rushdie fueron perseguidos –Rushdie con sentencia de muerte– por distintas formas de poder total o que lo ambicionan: el comunismo y el fundamentalismo islámico. Ambos escritores sobrevivieron. Recluido en algún barrio de París, Kundera redujo su escritura de novelas. Rushdie, luego de una década en la clandestinidad, sigue recorriendo el mundo y escribiendo una novela tras otra. Bolaño, en cambio, murió joven. A él lo persiguió la sombra remota de Pinochet y la fatalidad personal.
Pero si tuviera que exigirme más para entender el sentido de estas tres novelas, lo que más me llama la atención es que son novelas de un mundo de exilios. Kundera la escribió en París, donde tuvo que refugiarse al huir de la antigua Checoslovaquia. Rushdie escribió Los versos satánicos en Londres, adonde llegó a estudiar desde su India natal. Bolaño, luego de trasladarse de adolescente de Chile a México, terminó en Barcelona escribiendo esta novela de latinoamericanos dispersos por el mundo. Son novelas de un mundo en desplazamiento. También son novelas de la nostalgia (¿qué novela no la tiene y la procesa a su manera, incluso ocultándola?).
Frente a la particularidad que tuvo el fin del siglo veinte, valdría la pena preguntarse por dónde siguen el rumbo las grandes novelas actuales. Los desplazamientos no se han reducido. Más allá de sus historias específicas, en contextos muy concretos para cada generación de lectores, las novelas siguen siendo artefactos que dan cuenta especular de un mundo que no puede entenderse con las respuestas simples y rotundas de una fórmula absoluta, una religión o una ideología, sino que recurren a esta forma de arte que parece poco seria, que no será nunca un tratado ni un arma, pero que ayuda a entender todas las aristas del tiempo y a dar herramientas críticas para ver los tentáculos del poder, el fanatismo y el delirio excluyente de los seres humanos. (O)
... uno termina comprendiendo que hay marcas históricas y culturales que ofrecen cierto repertorio de lecturas pero también que los remanentes de esa lectura, si perduran, nos dicen algo de nuestro tiempo, aunque los temas de cada una de ellas se desdibujen.