Guayaquil es una ciudad pujante, llena de sorpresas, con rincones bellísimos, ahora que no solo las palmeras empiezan a poblar de espacios verdes el hormigón que reverbera al sol y sectores invadidos cuyas calles parecen pistas de patinaje en lodo cuando llueve, o parterres convertidos en basurales. Barrios con rompevelocidades en calles estrechas que muchas veces favorecen asaltos y estruches, ciudad de contrastes y algarabía, de luces que le van ganando a las sombras.

La hacen las autoridades pero sobre todo sus habitantes, cada uno de nosotros que caminamos sus calles y veredas, conocemos sus huecas y nos sobresaltamos cuando la noche nos encuentra en algún barrio desconocido.

Me fascina el movimiento y ajetreo de sus habitantes, el sol que se cuela por el encaje de las ramas de los mangles, el perfume de las kanangas al amanecer, las garzas blancas que ahora vuelan sobre el estero Salado, las veraneras de múltiples colores en las ramadas de las glorietas, y la sombra de algunas calles del barrio Orellana, con árboles frondosos en sus veredas y sueño que toda la ciudad sea así.

Pero me preocupa que las paredes son cada vez más altas, en muchos lugares hay alambradas eléctricas que avisan del peligro de tocarlas y veo los gatos volando por los aires.

Lo que sí constituye un verdadero desafío es encontrar una calle o la numeración de una casa en muchos barrios de la ciudad. Reté hace poco a un taxista a encontrar una dirección sin utilizar su GPS y gané la apuesta.

Y cuando las hay no corresponden a la historia del lugar, la gente nombra las calles con los nombres que siempre utilizó y las referencias que siempre tuvo. Y dan una dirección que existe en la cabeza de los moradores, pero no en los letreros que las identifican.

Los barrios son para muchos guayaquileños, la ciudad a su alcance, el lugar de amistades, del ruido, la risa, los apodos y, sobre todo, de la solidaridad. Se juntan en las veredas a ver un partido, a jugar naipes o bingo, a degustar un encebollado. Y eso también contribuye a la seguridad, porque el espacio público ocupado aleja a los amigos de lo ajeno. En el conjunto hay pocas calles con nombres de mujeres, ganan los caballeros, (si son políticos o militares, mejor), igual que en los monumentos a lo largo de muchas avenidas.

Por eso, quisiera proponer que se pongan nombres a las calles que no los tienen, pero que se organicen concursos entre los vecinos para que elijan los de sus referentes barriales, los que hacen parte de su historia, los que ya no están. O algún hecho que quedó marcado a fuego en la memoria de los moradores. La calle de la cantera, de la mina de sal…, del árbol de eucalipto, de la palmera… Y luego si quieren un orden más tradicional, que le coloquen como añadido el número que le corresponda. Es tan fría, burocrática y lejana una ciudad con solo números para identificar sus calles. Recuerda una oficina distante donde se ve la vida pasar.

Y en algún parque cercano tener un espacio que explique en pocas frases el porqué de cada elección y exista una especie de paseo de la fama con los nombres de los vecinos destacados del lugar.(O)