Hace un año, justamente el 15 de julio, al inicio de un verano tardío, cuando los arupos empezaban a florecer y el azul del cielo de Quito ya estaba intenso, murió mamá. Ha pasado tan solo un año, pero a mí me ha parecido un siglo.

La semana pasada una de mis hermanas dijo: va a ser un año de la muerte de mamá, ¿qué vamos a hacer? Yo respondí de inmediato con la misma pregunta: ¿Qué vamos a hacer?, extrañarla como todos los días, porque a mamá se la extraña todos los días.

Su ausencia duele porque su presencia fue intensa. Todos en la familia estamos de acuerdo en que ella ya tenía derecho a morir, ya era hora, casi ciento un años fue bastante vida, pero igual duele. Duele con un dolor agridulce, porque los recuerdos de su maravilloso humor están siempre presentes; porque su ironía era única; y, porque sus dichos, refranes y frases lapidarias siguen vigentes. Es un dolor agridulce porque mis hermanas, uno de sus nietos y yo tuvimos la suerte de estar con ella hasta el final. Sus nietos distantes estaban igualmente pendientes desde el norte y el sur del continente. Ahora todos tenemos la tranquilidad de no haberla abandonado, de haber tomado su mano, de haberla abrazado, sostenido y querido hasta su último aliento.

Muchas veces pienso que morir rodeado de la gente a la que hemos querido es un derecho, pero en este mundo moderno y raro en el que vivimos, en este mundo “patas arriba”, como escribió el autor uruguayo Eduardo Galeano, esto se ha convertido en un privilegio. Cada vez menos hijos ayudan a bien morir a sus padres, o están con ellos en su enfermedad. ¿Será que los culpan de algo? ¿Será que no les perdonan algo? No lo sé, no lo entiendo, dudo que algún día lo pueda entender.

En la vida siempre puede haber malos entendidos, los seres humanos somos complicados; puede haber resentimientos, los seres humanos somos muy sensibles; pero no puede haber abandono a un moribundo, porque eso no es humano.

La muerte, y con mayor precisión la enfermedad y la agonía, son momentos para el perdón, para el reencuentro, para la generosidad, para el abrazo. Los hijos estamos obligados a ocuparnos de esos seres que nos dieron la vida, nos educaron, nos dieron la posibilidad de estudiar, de vivir, de tener una carta de ciudadanía o simplemente nos enseñaron a reír.

No creo que existan padres malos de maldad absoluta, padres que no merezcan el perdón, que tengan que sufrir solos su enfermedad porque fueron malvados. Si es que los hay, tampoco merecen morir solos.

Si yo llego a vivir como mi mamá, solo me quedan cuarenta y un años de vida. Lo único que espero, para cuando llegue mi hora, es que mis hijas me hayan perdonado cualquier error y que estén conmigo en ese momento. Espero que tomen mi mano, cierren mis ojos, besen mi frente. No importa si después no me extrañan y no cuentan los días de mi ausencia, solo quiero que estén conmigo hasta el final.(O)