El peso de las tradiciones es demoledor. El vacío dejado por la Academia Sueca este año por un escándalo sexual que obligó a la institución a depurar sus filas y hasta reconsiderar sus estatutos, será llenado por una Nueva Academia formada por una serie de personajes de la cultura que confiesan haberla fundado “para recordar que la literatura y la cultura, en general, deberían promover la democracia, la transparencia, la empatía y el respeto, sin privilegios, prejuicios de arrogancia o “sexismo”.

Trabajan proponiendo 46 candidatos que recogerán votación pública (abran la página https://www.dennyaakademien.com/) y luego, un jurado decidirá entre los cuatro más votados para la designación que se hará conocer en octubre, tal como operaba el premio habitual. Se trata de recuperar la seriedad del hecho de premiar universalmente a quien haya dedicado su vida a la acción de crear a través de la palabra, de que la confianza en escribir y leer literatura vuelva a su cauce regular.

Es cierto que los escritores que han recibido el Nobel desde 1901 no han sobrevivido de la misma manera en esa única prueba de sobrevivencia real que es que se los lea. ¿Quién identifica hoy nombre como Sully Prudhomme –y eso que fue el primer premiado–, de José Echegaray, de Verner von Heidenstam? Fueron conocidos en su tiempo, lo seguirán siendo para sus respectivos países, pero sus obras estarán en alguna repisa perdida en las bibliotecas generales porque ya no se los lee.

Es verdad que en el pasado no se contaba con el poder de la comunicación que hoy pone en cuerpo y palabra presente al premiado, que levanta montañas de datos con la consiguiente curiosidad sobre él y que nos vuelca sobre los libros para comprender qué rasgo de su mundo creativo merece nuestra atención. Entonces, miro solamente una década atrás y encuentro nombres como el de Thomas Traströmer, de 2011, y puedo confesar que no conozco a nadie de mi entorno que lo haya leído. ¡Volátiles y efímeros premios! Deseables y temibles por sus evanescentes consecuencias.

Pero muchos lectores avanzamos al empuje de los premios. Los seguimos viendo como carta de presentación de los escritores. Estamos casi seguros de que garantizan una buena inversión del tiempo, de que nos perdemos algo valioso si no nos sumamos a la lista de quienes hasta presumen de su última lectura. Pese al vendaval que levanta la mera noticia de un premio, a cuánto se preparan las editoriales para las ganancias –por eso crean, manejan y hasta manipulan algunos– , a la resonancia mediática de ciertos nombres, la vía segura de la inmortalidad de la literatura suele deslizarse por caminos más serenos.

Si Paul Auster, Haruki Murakami, Don DeLillo figuran como candidatos, nos tranquilizamos respecto de auténticos méritos literarios; si una mujer con obra corta y notable juventud como Chimamanda Ngozi Adichie ya puede codearse con monstruos notables, nos alegramos, pero si Margaret Atwood lo alcanza, brindaremos gozosos con ella. Que el Premio Nobel de Literatura de este año sea alternativo, confirma el cabal deseo de buena parte del mundo lector de justo reconocimiento.(O)