Más allá de otras consideraciones, ciertamente hasta me conmueve el deterioro del liderazgo de Correa. De ese tipo de liderazgo autoritario, antihistórico. Me he preguntado: ¿Cómo hizo la sociedad ecuatoriana para adoptar esa conducción temporal de caudillos a los que eleva a los altares políticos y luego provoca su caída abrupta en medio del escarnio? El caudillo que manipuló a las masas le otorgará la responsabilidad de su caída del poder a otro caudillo y no a prácticas políticas que él mismo utilizó. Esa, una explicación psicótica, de paranoia política, que se mira solamente a sí mismo.

Sin embargo, lo constatable es que nuestras sociedades toman vías equívocas, se salen del camino de sus tendencias democratizadoras y objetivos nacionales, conducidas por sujetos que primero las absorben, luego las minimizan y finalmente las desprecian. Y reiteran esos comportamientos. Exploremos, con perspectiva participativa, el derrumbamiento del caudillo omnipotente que hoy se opera.

El liderazgo es una relación social, que se convierte en forma política. Tiene una base social sobre la que se asienta. La conversión en liderazgo opera mediante un sujeto/individuo, que asentado en una estructura organizacional y/o en características personales, consigue influir –sea como imposición o como orientación– en un segmento de actores homogéneos o diversos, con intereses adoptados como comunes. El grupo social invocado ve en el líder una posibilidad de verificación de esos intereses, para lo que le otorga legitimidad –aceptación manejada o desbordada– y genera una expectativa –controlada o entregada–.

En el derrumbamiento del sistema político en 2006, Correa estuvo parado frente a la puerta correcta. Entró al escenario sin credenciales previas. Surgió de un intersticio de la historia aupado por un grupo de apostadores, quienes creyeron que podían hacer política testimonial, es decir, ganar unos votitos para que les reconozca. No tenía antecedentes y peor aún reconocimiento histórico de participación en movimientos sociales o partidos políticos de cambio. Es decir, no registraba antecedentes democráticos, los que ciertamente no necesitaba para operar en un sistema político en crisis.

El líder, y más aún el populista, suple su falta de historia democrática con carisma. Atrajo a las clases medias y a los sectores populares y, al final, incluso a las élites dominantes, que empezaron una serie larga de votaciones por el populista. Les presentó una imagen de vengador social, una suerte de justiciero de ojos claros y doctorado en saberlo todo. Verbalmente un rápido respondedor a todo, aquello que en los colegios llamábamos un “alegón”. Y que en las ferias populares se identifica como un “milagroso”, vendedor de cura para todo.

Rápidamente Correa desplegó su olfato de corto plazo, pues en el largo plazo siempre mostró un moquillo crónico, y descubrió la disponibilidad de las masas para, por un lado, recuperar su apetencia de caudillo fuerte, los ecuatorianos siempre hemos tenido unos genes velasquistas más o menos ocultos; y, por otro lado, la facilidad para aniquilar al sistema político utilizando además esa inmensa cantidad de recursos que el petróleo anunciaba. La habilidad para manipular las sinergias de la crisis y la disponibilidad de masas –necesidad de superar la crisis política y entrar en un proceso de movilidad económica– nos puso en el camino de la década desperdiciada.

El líder orienta o impone. Correa le impuso comportamientos a la sociedad ecuatoriana. Seamos duros con nosotros mismos. Correa sobornó a la sociedad de distintas formas y por diferentes vías. El instrumento fue un gasto público descontrolado para la racionalidad estatal y financiera, pero gasto bajo su control y destino para sus intereses políticos (el sistema clientelar más dilatado de la historia ecuatoriana). Desde esta base de soborno, pudo imponer su voluntad sobre nosotros, comenzando por el voto. El voto se convirtió en lo contrario a la delegación controlada. La aceptación electoral fue convertida en obediencia, que respaldó a un mando autoritario eficaz.

En meses, la autoridad elegida se transformó en un autoritarismo anunciado (¿recuerdan los correazos en campaña electoral?). Es decir, trastrocó el mandato en reconocimiento del exceso de autoridad. ¿Cómo? A través del aparato del Estado. La propaganda, la represión, la manipulación de las funciones. Los Alvarado, la Senain y Mera hicieron una tripleta de mundial, mientras que la Corte Constitucional, el Sistema de Justicia y el Consejo Nacional Electoral construyeron el estadio. La Asamblea Nacional y su partido político formaron las barras desde el atrio político.

Correa convenció a los ecuatorianos de que era un líder que podía, que debía funcionar al margen de las instituciones. No en vano evitó jurar por la Constitución cuando asumió el poder por primera vez.

Los cultos satánicos tienen sacerdotes parecidos a Correa, dicen, pues administró con perversidad a los peores sesgos de la cultura política nacional. El líder autoritario administró muy bien a los genes de las masas –pocos o muchos– proclives al gobierno fuerte, descontrolado. Y provocó la aceptación del falso intercambio entre deterioro democrático e incremento del consumo. ¡Vaya que lo hizo bien!

En poco tiempo, los ecuatorianos manejamos o tuvimos expectativa por manejar mejores autos, y aceptamos consecuente u oportunistamente que aplastaran nuestra cabeza democrática. Y le dejamos la vía libre para que concentrara las decisiones de todo el Estado, que administrara todo el poder. Así, Correa también fue una capacidad enorme para crear distorsiones en la cultura social: disponibilidad a la violencia, legitimación de la transgresión. Ahora, muchos tratan de olvidar aquella esclavitud decorada tanto como Correa minimiza cobardemente su responsabilidad.

La forma política nacional se redujo a un personalismo extremo, que monopolizó las decisiones importantes de todos los niveles de gobierno. La comunicación jugó un rol muy importante. El carácter histriónico del poder fue llevado a su máxima expresión. Sabatinas, cortos de televisión, escenas provocadas. Pero la estrella de la cinematografía estatal, como lo hicieron en su momento en el fascismo, ahora es un actor degradado. Porque ya no tiene la parafernalia. Tampoco el escenario. Ni los espectadores.

Correa convenció a los ecuatorianos de que era un líder que podía, que debía funcionar al margen de las instituciones. No en vano evitó jurar por la Constitución cuando asumió el poder por primera vez. Nos anunció que sería un liderazgo que funcionaría al margen de las instituciones, que las rompería a pretexto de cambiarlas. Y que efectivamente cambió muchas leyes, más de un centenar y medio, amparado por una matriz constitucional, avanzada en su parte dogmática y regresiva en su parte orgánica. La justificación fue que se requería gobernabilidad. La misma que se invocó para transgredir los derechos humanos de los ecuatorianos.

Los individuos –líderes– que se ubican a la cabeza de la sociedad, sustituyendo a su cuerpo, absorben las posibilidades de representación de los ciudadanos. Se crean como enormes cabezas que anulan las posibilidades de la representación. Destruyen la corporalidad del pueblo. La reemplazan por sus determinaciones, por su necesidad de poder.

Hoy, los ecuatorianos estamos abocados a engrosar la delgada línea que separa al liderazgo del personalismo populista. En preservación de la democracia. De la transición hacia la democracia. (O)