Lo que se ha hecho durante los últimos catorce meses, desde diversas instancias, ha servido para poner en evidencia las características centrales del régimen instaurado durante el correísmo. Ya no quedan dudas sobre el grado que alcanzó la corrupción, hasta convertirse en elemento constitutivo del régimen. Tampoco se puede ignorar la instauración de sistemas de persecución a los opositores, incluso a los de menor importancia y antecedentes controversiales, como el que puede llevarle al líder a la cárcel. No se puede mirar a otro lado cuando abundan las evidencias de la utilización de fiscales y jueces como agentes políticos y como trapos de limpieza para las suciedades que inundaban las altas esferas. Es imposible dejarse engatusar con la densa capa de maquillaje utilizada para colorear la desvencijada cara de la mesa falsamente servida. En síntesis, este corto tiempo ha servido para pintar de cuerpo entero a quienes fueron los ganadores de la década.

Pero, con toda la importancia que tienen, esos pasos no son suficientes para enfrentar el problema de fondo. Este no se reduce a las personas, por importantes que hayan sido y por necesario que sea su juzgamiento judicial y político. Ciertamente, esta es una tarea imperiosa que, por salud colectiva, debe recibir toda la atención ciudadana. Hay que seguir en ella hasta que se limpie toda la suciedad que dejó el festín del más reciente caudillismo. Pero, si verdaderamente se quiere terminar con la historia repetitiva de los fracasos que ha sido la tónica del país en los últimos veinticinco años, es imprescindible ir más allá de las personas. El tema de fondo es el régimen económico y político, no solamente el que comenzó con el mamotreto de Montecristi, sino también el que estaba vigente antes de este.

En la última década del siglo pasado se hicieron evidentes, al mismo tiempo, la debacle económica y el agotamiento del sistema político constituido en la transición a la democracia. Se configuró la tormenta perfecta, con una economía que naufragaba y un barco político a la deriva. Millones se sumieron en la pobreza y tres gobiernos fueron arrasados. Convencidos de que la solución consistía en ponerse en manos del piloto automático de la dolarización, los políticos se olvidaron de pensar en el largo plazo. Imaginar un modelo económico y político integral era algo que no constaba en su agenda ni en la de los movimientos sociales.

En esas circunstancias nació el correísmo, con una propuesta que incluía un nuevo modelo económico y político. Pero la novelería constitucional y su condición de maquinaria electoral sepultaron a este último y los altos precios del petróleo fueron más fuertes que toda la verborragia heterodoxa. Lo que siguió fue el retorno al modelo clientelar de los viejos tiempos, con el añadido de la podredumbre que ha salido a la luz en estos meses. Se desperdició la mejor oportunidad para definir un modelo económico estable e incluyente y un modelo político con alta legitimidad. La historia puede repetirse si todos los esfuerzos apuntan solo a las personas.

(O)