El alto número de exfuncionarios encausados o presos por corrupción comprobada, la cantidad de casos que se están procesando en los juzgados, las evidencias de secuestros y asesinatos, los testimonios entregados por quienes participaron en esos hechos y la inagotable información sobre lavado y negociados que va apareciendo, demuestran el carácter del régimen que se montó durante el decenio del correato. Básicamente y como ya se ha dicho reiteradamente, queda claro que la delincuencia y la criminalidad no fueron hechos aislados. Por el contrario, constituyeron partes fundamentales de un modelo político que amparaba y alentaba esas prácticas porque las necesitaba para alcanzar varios objetivos.
Por medio de ellas podían obtener recursos –adicionales a los públicos que ya controlaban– para captar y mantener el apoyo de la clientela política. Cuando el sánduche, la cola, la bandera, la gorra, la camiseta y uno que otro garrote se multiplican por miles, más el flete de buses, equipos de sonido e imprevistos, se requiere de fuentes permanentes, con alta liquidez y desprovistas de controles. Tampoco es asunto menor mantener el nivel de vida de cuadros y dirigentes que, por propias responsabilidades con la patria, subió vertiginosamente a lo largo del período. En síntesis, el proyecto demandaba gastos urgentes que no podían someterse a los tiempos y laberintos de las burocracias. Sin llegar a adquirir el halo heroico que en su momento tuvieron los asaltos a bancos y los secuestros en muchos países latinoamericanos, la corrupción, la coima, el cohecho, el lavado y más prácticas de ese tipo podían justificarse revolucionariamente. Que ahora se califique a la acción judicial como persecución política solo se entiende si también los actos cometidos eran considerados como hechos políticos.
En efecto, esa era su naturaleza. La abundante evidencia ya no permite sostener que esas prácticas eran hechos aislados, acciones realizadas por malos personajes sobrevivientes del oprobioso pasado que no terminaba de morir. Tampoco se sostiene la inocente ignorancia sobre los malos pasos de los subordinados y los colaboradores inmediatos. Por si no fuera suficiente el entramado de relaciones descubierto en varios de los procesos, ahora han salido a la luz los pedidos de protección de parte de los ejecutores (quienes estaban conscientes de ser eslabón más débil). También están a la vista las denuncias que no fueron acogidas y los informes que desaparecieron gracias a la habilidad de expertas manos de prestidigitadores y prestidigitadoras que aún mantienen altos puestos.
No, no fueron hechos aislados y, por supuesto, fueron actos políticos. El entramado que se montó tenía como objetivo mayor el apuntalamiento de un régimen que apuntaba a convertirse en una forma de autoritarismo. El desmantelamiento de todas las formas de oposición y de las más mínimas expresiones de crítica requería de un control integral, en el que necesariamente se pierde la frontera entre lo ético y lo corrupto, e incluso la legalidad se pone al servicio de la criminalidad. Cabe muy bien el calificativo, acuñado por César Montúfar, de régimen de delincuencia estatal organizada. Es el aparato que debe ser desmontado. (O)