En el galardonado filme The Post, dirigido por Steven Spielberg, que recrea los sucesos que conllevaron, en la política estadounidense, la valiente decisión del diario The Washington Post de publicar los ‘Papeles del Pentágono’, y con ello colocar en evidencia información interesada y falsa que se construyó desde el poder en torno a la guerra de Vietnam; se destaca –en una frase lapidaria– el papel que tienen los medios de comunicación y más en un contexto de defensa de la libertad de expresión: “La prensa está para servir a los gobernados y no a los gobernantes”.
Esto es sustancial tener presente en el Ecuador de hoy, país en el que durante una oscura década, el régimen del expresidente Rafael Correa creó un cuerpo normativo e institucional, orientado, desde su esencia, a promover el pensamiento único, ya sea ejerciendo, por un lado, presión y control a los medios independientes y, por otro lado, creando cajas de resonancia del discurso oficialista, mediante los mal llamados medios públicos, que en realidad no fueron otra cosa que serviles herramientas gubernamentales que amplificaron el pensamiento de un autócrata que durante diez años se creyó dueño de la verdad absoluta, transmitida en un Estado de propaganda que no conoció de la ética y menos del manejo austero y responsable de los recursos. Con seguridad los organismos de control deberán extraer, pues, todo ese líquido verdoso y pestilente que segrega una revolución ciudadana contaminada por la corrupción y prepotencia.
El proceso de deconstrucción de un esquema normativo y procedimental de corte orwelliano desarrollado desde una enfermiza visión chavista-castrista llevará su tiempo y esfuerzo.
De ahí la importancia de debatir con la suficiente amplitud y responsabilidad la reforma a una Ley de Comunicación que debe tener como finalidad la defensa de las libertades fundamentales de las personas, entre ellas, la de expresión y pensamiento, como condición sine qua non para la edificación de una democracia real.
No obstante, el camino para alcanzar ese propósito superior no será fácil. El socialismo del siglo XXI, ese experimento político indefinido que recoge las taras del comunismo trasnochado y que bate palmas hasta con las orejas, sin sonrojarse, por regímenes sanguinarios, como los de Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, se cuidan en dejar sembrado un esquema jurídico de no tan fácil desmonte.
Recordemos que la anterior Asamblea Nacional, legislatura genuflexa y obediente al Ejecutivo, que valga decir nunca alcanzó su mayoría de edad al no lograr su independencia, tuvo el despropósito de elevar a rango de norma constitucional aquello de que la comunicación es un servicio público y que, por lo mismo, requiere del control del Estado, que determina e interpreta –en últimas– qué es ‘interés público’, con lo cual, en regímenes autocráticos de cualquier tendencia ideológica la regulación de contenidos está asegurada por ley.
Así, el proceso de deconstrucción de un esquema normativo y procedimental de corte orwelliano desarrollado desde una enfermiza visión chavista-castrista, llevará su tiempo y esfuerzo. Lo importante, la decisión del actual régimen de promover ese necesario debate nacional que permita devolverle a la comunicación su ropaje de derecho humano fundamental.
Los medios independientes, así como los periodistas críticos al correísmo, libraron con estoicismo su lucha contra el déspota que hoy, derrotado y solo, lame sus heridas desde un ático.
(O)