¿Cuán grande habrá sido el asombro de los primeros hombres cuando vieron que eran capaces de re-producir la realidad, de crear otra realidad? Mediante la plástica y el lenguaje hacían otra vez el mundo. Esta capacidad inédita en la naturaleza los llevó pronto a creer que había una conexión entre la realidad virtual o recreada y la realidad real. Pensaron que actuando sobre los objetos físicos o verbales que fabricaban podían influir sobre las realidades que copiaban. Las pinturas rupestres habrían servido para atrapar al animal retratado. Más adelante surgieron las palabras mágicas, mediante la expresión de un conjuro se podría cambiar algo en el mundo material. Los ritos son expresión de esa idea, la danza del búfalo debía hacerse para favorecer la caza de ese rumiante. Con el decurso de los milenios los lenguajes se fueron complicando, llegaríamos al teatro que, como en Grecia, fue inicialmente una ceremonia. La música habrá seguido un camino similar, desde la onomatopeya del canto del pájaro al que se pretendía atraer, hasta la impresionante complejidad de la música polifónica. La idea de que la representación influía sobre el representado se matizó, ya no se pensaba que se cambiaba la realidad, sino que educaba al espectador para que pueda vivir mejor. Es el carácter “ejemplar” que tienen casi todos los dramas, cuentos, imágenes, etcétera, antes de que Occidente diera con un arte libre de propósitos religiosos y moralistas.

Los juegos han existido siempre, en muchas culturas tuvieron carácter religioso. Pero, coincidiendo curiosamente con la laicización del arte, en Occidente el deporte comienza a adquirir una enorme importancia como disciplina ejemplar. Se comienza a hablar de las virtudes redentoras de los juegos de competencia, pues fortalecerían el cuerpo y también el espíritu. Se empieza a creer que la violencia entre comunidades se sublima en la competencia deportiva. Y se asiste al deporte espectáculo en escenarios diseñados para observar, para aprender cómo se practica tal o cual disciplina, a admirar a esforzados atletas y verlos enfrentarse bajo reglas que garantizan una honesta competencia. Los deportes masivos son lenguajes mucho más elementales que las artes, de los que se cree que enseñan a los pueblos a fortalecer el alma y el cuerpo. Es decir, hemos vuelto a pensar que la representación influye sobre la realidad.

Ese influjo del deporte sobre la calidad de la vida es, por lo menos, relativo. Está científicamente probado que algo de ejercicio, practicado con regularidad y moderación, fortalece y previene ciertos padecimientos. Lo serán la caminata, la natación, algún tipo de aeróbicos... pero no el fútbol, práctica ruda y extenuante, que jugado limpiamente causa lesiones, sin hablar de las habidas en prácticas sucias. Y del espíritu, nada. Los astros no se caracterizan, en general, por llevar vidas ejemplares. El fútbol, de por sí, no impulsa a drogas, desorden familiar, derroche, prepotencia, sino que el éxito económico y la fama constituyen un poder que, como todos, corrompe. Con la hiperprofesionalización y las sobrecomercialización de este deporte, cualquier virtud ejemplar del espectáculo está echada a perder, eso sin tomar en cuenta la corrupción de las dirigencias. (O)