Especialmente a raíz de los tristísimos y abominables hechos que se siguen destapando en el mundo respecto de la pederastia y abuso de sacerdotes a menores y del encubrimiento en que cayeron algunos superiores, incluso obispos católicos, se escucha decir con relativa frecuencia: yo sigo creyendo en Dios, pero ya no voy a la iglesia.

Parece un gesto de solidaridad con el indescriptible daño que sufren las víctimas y con su anhelo de justicia y verdad.

Los sentimientos de decepción, horror, rechazo y pérdida de la confianza en los prelados involucrados, la vergüenza de que en nuestra Iglesia ocurra algo tan espantoso que pasa, en algunos casos, por el solapamiento eclesiástico y por la impunidad legal, son reacciones absolutamente explicables.

Ningún católico puede estar satisfecho de las monstruosidades ocurridas. ¡Imposible!

Recordemos lo terminante que fue Jesús: “Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen una de esas piedras de molino que mueven los asnos y lo hundan en lo profundo del mar” (Mt.18,6).

Además, hay un dolor muy grande y verdadero en el corazón de los que amamos a nuestra madre la Iglesia, porque anhelamos que sea como es su cabeza, su fundador: Cristo.

Cuando pertenecemos a una organización humana y detectamos situaciones o decisiones con las que no estamos de acuerdo y en las que no podemos influir para su mejoramiento, conforme a nuestros criterios o principios, tomamos la decisión de renunciar, dejar la institución y ya no prestar nuestro nombre como parte de la misma. Nos apartamos manifestando, generalmente, las razones.

¿Los bautizados debemos hacer lo mismo con la Iglesia de Jesús?

La Iglesia católica no existiría si fuera una simple institución humana. Revisar partes de su historia causa tal asombro y escándalo que no se explica cómo sigue teniendo millones de seguidores y no ha desaparecido.

Su subsistencia en el mundo de hoy es una prueba más de que no es una simple creación humana o una sociedad cualquiera…

La cabeza es Cristo y la asiste siempre. No dejemos de apreciar las incontables obras de misericordia en el mundo entero y la cantidad de sacerdotes, laicos y religiosos misioneros que entregan su vida noblemente por el bien.

Si yo dejo la Iglesia por las terribles decepciones, estoy dejando la obra de Jesús, a su esposa por quien dio su vida.

Me es fácil entender que los mismos afectados se separen de la Iglesia, aunque no todos lo hacen.

Con Cristo a la cabeza, todos los bautizados somos Iglesia, no solo la jerarquía eclesiástica.

Estamos llamados a seguir su mensaje de amor y perdón, de paz y justicia.

Quizás quienes, por los motivos expuestos, justifican su alejamiento necesitan renovar su conocimiento de Jesús y su amistad con él.

Cristo ama a su iglesia y como sus seguidores, con dolor, muchas veces, debemos amarla, luchar y orar para que se purifique y sea santa como su fundador.

Por esto yo sigo en la Iglesia, ¿y usted? (O)