Tarde o temprano, dejando a un lado sus intereses centrales, temas y personajes, los escritores se repliegan por un instante sorprendidos e intrigados por los propios signos que trazan y se preguntan qué se entenderá de lo escrito y, más complejo todavía e impredecible, quién los lee y quién los leerá. Porque el lector se conjuga siempre en futuro. En una de mis novelas favoritas de Nabokov, Pálido fuego, el narrador se pregunta ya casi al final: ¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer? Quisiera que se maravillasen no solo de lo que leen, sino del milagro de que sea legible”.
Lo legible: es decir, esa condición que permite que un texto pueda ser leído y comprendido. Una comprensión que excluye demoras, requiebros, puntos de fuga, articulaciones metafóricas ensambladas como anillos, distorsiones de la lengua o de la puntuación. Pero lo legible no es un estándar con fórmulas fijas. Depende de un público capaz de tal legibilidad. En resumen, depende del nivel del público. Por supuesto que hay distintos tipos de públicos, y solo la generalización o la ignorancia sigue dispuesta a creer que es posible escribir para todos o que a todos les gusta lo mismo, casi como si existiera esa fórmula elusiva o tema mágico que sospechan los escritores bisoños o los que persiguen, a toda prisa, la cosecha que Balzac cifraba en diez años de siembra en la escritura. No sé si las condiciones básicas de legibilidad hoy de día, en 2018, sean las mismas de aquí a cien años, y la sola conjetura (o ilusión y enigma) de que cien años después, en 2118, este texto alcance otro lector que no puedo ni siquiera imaginar, me deja perplejo. Hoy, en 2018, todavía prima una cierta necesidad de lo visible en la apertura de un texto y en su desarrollo, una primera línea que será firme no porque abra un suspenso o intriga, sino porque despierte la visión del lector. Todavía se puede ondear con enumeraciones y sinónimos que maticen una idea central, con ocasionales puntos y comas, aunque la tendencia ha sido la puntuación entrecortada que convierte a los párrafos, como sugería Cyril Connolly, en una lata vacía que al sacudirla se escuchan golpes de unos cuantos garbanzos. También el uso de pocos adjetivos, discretos adverbios, eludidas subordinadas, aunque en lo subordinado es donde se abren sorpresivamente los matices y lo simultáneo, y se sostiene el aliento del lector antes de pasar a otro tema o idea, porque la idea o tema en curso todavía ensancha la respiración y la mente. Quizá debería imaginar más allá de cien años. Ya puestos a lanzar anzuelos al futuro, apostemos por el 2218, donde nosotros seremos una reliquia de doscientos años atrás, algo aburrido y prescindible. No dudo que para esa época será completamente normal la trasmisión del lenguaje y la escritura por algún tipo de conexión neuronal que prescinda de los ojos para la lectura y de las manos para escribir. Lo que quizá resulte más difícil es perder la linealidad consecutiva del lenguaje, ese férreo tren de la frase que turbaba a Virginia Woolf y la lanzaba a todas las exploraciones. Será de provecho que páginas de informes, análisis, manuales de uso de instrumentos y máquinas puedan cargarse en la mente como se hacía en la película Matrix, cuando un humano podía cargar las instrucciones para conducir un helicóptero en cuestión de segundos. Pero no sospecho qué hacer con los cortes y pausas de los poemas que tienen una disposición tipográfica diferente. Quizá a eso se limite la lectura: a textos que no puedan allanarse a una linealidad media.
En una de mis novelas favoritas de Nabokov, Pálido fuego, el narrador se pregunta ya casi al final: ¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer? Quisiera que se maravillasen no solo de lo que leen, sino del milagro de que sea legible”.
Todas son conjeturas. La pluralidad del lenguaje tiene la condición prolífica de la naturaleza: excesiva, derrochadora y nunca se sabe dónde va a germinar. La escritura no funciona como un injerto calculado de invernadero, aunque en los invernaderos se preserva lo que puede morir al aire libre y que, protegido allí adentro, está a disposición de quien lo quiera. Nunca sabremos qué escritura es la que va a sobrevivir. No podemos viajar en el tiempo para saber lo que va a ocurrir, como aquel personaje de Max Beerbohm, el frustrado poeta Enoch Soames, que quiere saber qué pasará con su fama cien años después y termina pactando con el diablo para viajar al futuro y ver qué se dice de su obra.
Por supuesto, no sugiero pactos de ese tipo. Hay una solución más simple: cambiar el punto de vista. Es decir, no pensar en el lector del futuro, sino convertirse en ese lector. Mejor dicho todavía: aceptar que ya se es, inevitablemente, un lector futuro. Basta leer a autores del pasado. Para Stendhal o Jane Austen, para Juan Bautista Aguirre o Juan de Velasco, somos el futuro inimaginable. Incluso más atrás: para Pontus de Tyard o Petrarca, y, todavía más atrás, para Plotino o Apuleyo, para Heliodoro y Homero, somos lectores a más de mil años en el futuro. ¿Los leemos? Me he reído con páginas de Apuleyo y me estremezco, a veces, con líneas de la Eneida. Las Sátiras de Juvenal fueron escritas hace casi dos mil años para la corrupción de nuestro tiempo (y de cualquier otro). Leer autores del pasado no es convertirse en pasado, es ratificarnos como lectores del futuro.
Quizá ese es el reto mayor de la escritura: escribir para un lector invisible, del que nada sabremos. Como esas líneas de Nazca, en Perú, que no dejan de turbarme cada vez que las recuerdo al sobrevolarlas en avioneta. Son para mí la plasmación del reto de escribir: hacerlo para alguien que siempre será mejor que nosotros y que está allá lejos, por todo lo alto, ya que las líneas de Nazca solo son legibles desde cierta altura. Se escribe para un lector invisible y futuro. Nosotros lo somos ahora, lectores de quienes fueron carne y escritura, ahora ellos invisibles. (O)