Una decisión judicial pendiente desde hace seis años revolvió al país esta semana. Unos niños prohijados por dos mujeres consiguieron el derecho a portar los dos apellidos de la pareja. Este paso, que abre camino a los derechos de las personas que no se alinean en las formas convencionales de unión, hace felices y disgusta de manera muy desigual a los ciudadanos de este país.

En los medios formales de comunicación fue una noticia y punto; en las redes sociales produjo una avalancha de mensajes tan variopinta que permite analizar los colores mentales de la comunidad ecuatoriana, más preocupante que los hechos que los inspiran. Leyéndolos, me pregunto por qué incuba tanta violencia la sociedad ecuatoriana, de dónde sale la rabia que destilan las personas que escriben tratando de expresar una opinión contraria. Es natural que cualquier situación genere pensamientos opuestos, pero no lo es que la diferencia engendre odio, rechazo teñido de subjetividades indignadas y furiosas.

El caso ha servido para que emerja desde xenofobia hasta homofobia, desde misoginia hasta racismo. Se le reprocha a la pareja Bicknell-Rothon que sean inglesas afincadas en el Ecuador, como si su condición de afuereñas las hubiera dotado de unas particularidades de las cuales los ecuatorianos están exentos; se menciona la Constitución –palabra histórica– para recordar que cada ser humano “solo tiene un padre y una madre”, como si la vida no rebasara constantemente las palabras y fuera imponiendo nuevas realidades.

¿En qué afecta a las familias tradicionales que Satya tenga dos mamás? ¿Acaso no podría verse precisamente como un triunfo del modelo de convivencia que defienden, tanto, que dos mujeres, no provistas fisiológicamente para formarla, la deseen y la integren, salvando los escollos a base de la ciencia –entiéndase la reproducción asistida–? En materia de afectos y cuidados, de acogimiento emocional y psicológico, felices los niños que son tan deseados y peleados, porque en ellos se concentra la capacidad de darse de quienes los crían. Esas dos madres velan y educan redoblando sus esfuerzos porque emergen de una lucha que las hace valorar más las vidas que están entre sus manos.

Decía que la vida desborda los lineamientos expresos. Cantidad de personas recuerda sus dos o muchas madres, creciendo en medio de redes de tías, abuelas o madrinas que han solidificado sus infancias tanto como una madre en singular; o individuos que se quedaron junto a una abuela que se convirtió en madre, cuando la verdadera luchaba a la distancia para enviar la remesa que los mantuviera; los matices lingüísticos entre “mamá”, “mami”, “ma” y demás denominaciones, solo consiguieron situar con precisión el sentimiento.

Al testimonio que da el niño que perdió a un progenitor: “Yo no tengo papá o mamá”, ahora se suma el de “yo tengo dos mamás”. Ya vendrá el de “yo tengo dos papás”, como ocurre en muchas sociedades del planeta sin menguar ni un ápice el grado de sociabilidad y convivencia. Al contrario, servirá para hacer más espontánea la idea de que vivimos en un mundo que da cabida a la diversidad de todo tipo, y que codeándose entre distintos, paradójicamente, se encuentra la sensación de participar de derechos comunes. (O)