Para quienes esperaban la revolución proletaria, el mayo parisino del 68 fue un fracaso. Fue un fracaso también para quienes anhelaban que nada cambiara cuando los estudiantes se cansaran de buscar las playas debajo de los adoquines. Para amargura de los primeros, no fue siquiera la chispa que podía incendiar la pradera, como lo pregonaba el presidente chino, tan presente en los afiches pero tan lejano en las consignas libertarias. Para alegría de los otros, no fue el retorno de la guillotina ni la expropiación de los bienes, aunque alguna pared gritaba, reviviendo al olvidado Proudhon, que la propiedad es el robo. La mayoría de ellos, revolucionarios y reaccionarios, se niegan hasta ahora a aceptar que ese mayo lo cambió todo, que de ahí en adelante nada fue igual. La transformación se produjo en un lugar diferente y más profundo que el poder político y que la propiedad de los medios de producción. Fue en las cabezas de la gente. No fue necesario cortarlas ni manipularlas, únicamente fue preciso sacudirlas. Ese mayo fue el sacudón.

Cabe trasladarse hasta la época para tratar de comprenderlo. Eran los años de la Guerra Fría, cuando la política se definía entre capitalismo o socialismo. O, para decirlo con una metáfora de la época, Vietnam del Norte o Vietnam del Sur. En medio de esa polarización, buena parte de los países de Europa –que apenas veinte años atrás salió penosamente de su última guerra– habían logrado enraizar la democracia e integraron a la mayoría de la población a niveles de bienestar desconocidos hasta entonces. Francia era uno de esos países y sus estudiantes universitarios pertenecían a la generación que, después de las penurias de la posguerra, pudo acceder a servicios –como el mismo acceso a la universidad– que sus padres nunca tuvieron.

Ventajas de la democracia: se oponían al mundo burgués, pero podían disfrutar de sus comodidades. Por ello se ha repetido hasta el cansancio que fue una revuelta de hijos de la burguesía. Pero, eso podría aplicarse también a las guerrillas latinoamericanas de la misma época, que no estuvieron conformadas por obreros ni campesinos. La particularidad de los estudiantes parisinos fue que no trataron de asumir el papel de vanguardia de nadie, ni de una clase ni de una ideología. Apoyaban a los movimientos insurgentes de otros lados del mundo y a las demandas de los trabajadores franceses, pero no se detenían ahí ni eran esas sus motivaciones principales. Por eso, se ha repetido también que ellos mismos no sabían lo que querían. Sí, pero sabían perfectamente lo que no querían. No querían el adocenamiento burgués que les esperaba a la salida de la universidad. Y tampoco querían el autoritarismo gris de los países del socialismo real.

En los pocos días que duró la movilización, los estudiantes cuestionaron y remecieron a la sociedad capitalista en la que les correspondió vivir, pero también las interpretaciones críticas que se hacían de esta y las alternativas dicotómicas que les ofrecían. Era una búsqueda. No era la convocatoria a iniciar el camino hacia una meta preestablecida. En esa búsqueda se encuentra la explicación del carácter de ese movimiento. No respondían a una ideología, entendida como un conjunto de preceptos y principios que definen un objetivo y guían la acción. No tuvieron un líder, mucho menos una instancia directiva. No podían tenerlos, porque rechazaban el orden jerárquico.

Cuando se abrieron las puertas de los dormitorios de las residencias universitarias, que fue donde comenzó todo, se abrieron también las de la libertad y la igualdad sexual. Ese mayo comenzó a hacernos entender que está prohibido prohibir.(O)