La noticia de que autores ecuatorianos publican en España y alargan así su radio de desenvolvimiento es grata y plausible. Ha sido una buena coincidencia que en marzo tanto Mónica Ojeda como María Fernanda Ampuero hayan circulado a base de ediciones españolas que, por tanto, todavía no vemos en el Ecuador. Mi consumo del libro de María Fernanda ha dependido de una edición electrónica y, como lo quiere la autora, su efecto ha sido demoledor.

Ha transcurrido el tiempo suficiente para que la ingeniosa y sonriente chiquilla que fue mi alumna universitaria se haya convertido en una narradora descarnada que no se anda con remilgos a la hora de contar hechos que tienen que ver con la realidad. Realidad mórbida, cruel, terrible, con muchas caras. Los trece cuentos de la colección cuyo título sugiere brutalidad, desarrollan un amplio y acumulativo espectro de cuánto puede ser destructivo y acerbo en la conducta humana.

Los lectores sabemos que hay literatura para todos los gustos. Este libro no es para los que prefieren historias complacientes, que permitan imaginar paisajes desconocidos y tramas previsibles. Una de sus fortalezas radica en extraer anécdota de ciertos titulares de crónica roja y dotarlas de intensa vida –un secuestro, una violación, un bebé que muere por descuidos–, o de todo cuanto de sórdido pueden compartir los miembros de una familia o de una vecindad. Vale revisar de la mano de la escritora cuán fértil puede ser el terreno familiar para el abuso y la violencia y cuánta desazón va sembrando en las tiernas psiquis de sus niños.

Porque la institución clave de la vida social le interesa mucho a Ampuero. Con escalpelo literario profundiza en lo que pasa a puerta cerrada, en cómo las huellas de latigazos y manipulaciones sexuales y psicológicas van armando las estructuras que revientan después en adolescencias heridas, en juventudes destruidas. Con preferencia en la narración en primera persona, se desgranan voces empapadas de oralidad latinoamericana –a ratos alguna palabrilla de uso peninsular, propia de la migrante radicada en España–, que zigzaguean en esa clase de testimonio de quienes muestran más de lo que entienden, pero que se sostienen en una lógica infantil o púber.

La palabra que más se repite a lo largo de la colección es “monstruo”: acusación a personajes de parte de otros o conciencia de rareza de sí mismos, su uso nos convence de cuán amplia y variable es la condición humana en la que todo cabe, recordándonos la frase del comediante Terencio: “Nada de lo humano me es desconocido”. Lo extraño, marginal o excepcional tiene puesto en estas páginas y nos deslumbra con la atracción del abismo.

Hay dos cuentos –Pasión y Luto– que se inspiran en pasajes de los Evangelios. Revelan cuán educados en la religión estamos que sus enseñanzas dan pie para que su materia prima se tuerza por caminos imaginativos y pensemos en otras posibilidades de sus historias. Qué habría pasado si… podría preguntarse el lector y ser respondido por el lado oscuro de una de nuestras vertientes culturales fundamentales. Las respuestas de Ampuero no tienen que gustar, necesariamente a todos.

El libro en conjunto muestra un poderoso ritmo narrativo. Todo ocurre con intensidad y precipitación en acciones que nunca se detienen. Sus finales abruptos nos toman de sorpresa, preferencia básica del género cuento. (O)