La foto de mi fiesta de 15 años poco a poco pierde su nitidez. Aunque tiene más de 10 años, aún se puede ver la torta rosada en el centro de la mesa, rodeada de bocados. Yo estoy detrás con un vestido elegante, peinado, maquillaje. Junto a mí una anciana, que me llega hasta los hombros. Ella se había colocado también un vestido elegante para tomarse una foto con una de sus nietas, quizás ya sabía que era el único regalo que podía dejarme, porque su vida estaba llegando a su final.
Treinta seis días después mi abuela murió como a todos nos gustaría, pacíficamente en su cama, durante la madrugada; se llamó a un doctor con la esperanza de que la haga reaccionar, pero ya se había ido dejando a su marido enfermo, a sus hijos, a sus nietos y valores que perduran en algunos. Todos sufrimos con la muerte de mi abuela, pero su partida y su vida no tendrían un significado para mí hasta muchos años después. Con las tres décadas y la madurez que tengo ahora, me doy cuenta del amor incondicional que nos tuvo. En ocasiones mi abuela tenía “una fórmula” para que un diminuto pedazo de pan alcance para 10 o para más personas, en porciones iguales; otras veces presentía cuando algo malo estaba aconteciendo con uno de sus hijos o sus nietos. Ignoro de dónde sacó toda la fortaleza para enfrentar la parálisis de su esposo provocada por un derrame cerebral. Imagino que mi abuelo fue el que más sufrió con el fallecimiento de su compañera; todos decidieron ocultarle la verdad, pero la ausencia de su esposa, las personas con ropa oscura y la visita de familiares que hace tiempo no veía, lo hicieron sospechar... Mis abuelos pasaron de la vejez a ser niños otra vez, sus vidas estaban llenas de inocencia, se amaban y se peleaban como infantes. La partida de la matriarca fue división en la familia, cada quien anda por su lado. Ahora que no está deseo volverla a ver para darle un beso.
¡No te perdones el hecho de no haber aprovechado al máximo a tus abuelos –y padres– cuando estuvieron vivos!(O)
Nathaly Zambrano León, 32 años, Guayaquil