Me perdonará mi columnista amigo David si uso una palabra considerada por él como chabacana, vulgar, procaz, pero yo no la sentí como tal hasta oírla en boca de Donald Trump. Aquel señor se refirió a unas naciones consideradas por él como “países de mierda”, mientras otro caballero calificaba a Ecuador como un país intrascendente. Quisiera explicarle al hombre del copete rubio anaranjado y al recién nacionalizado pero nacido en Australia y también de cabello claro la diferencia que existe entre Ecuador y Estados Unidos más allá de su extensión territorial.

Ustedes, señor Trump, tienen la hamburguesa, el hot dog, nosotros el sándwich de pernil. Tenemos delincuentes comunes, asaltantes de bancos, ladrones de vehículos, pero nadie todavía vuela un edificio para matar a miles de inocentes. Tenemos brujos, gente ingenua, mas no existe todavía en tierra nuestra una secta capaz de incentivar a sus adeptos para que se refugien mediante suicidio colectivo en la cola de un cometa. No sabemos invadir, tratamos de defendernos, no colonizamos a nadie, no pensamos en Marte o la Luna, nos basta la Tierra y sus problemas. Ustedes son adustos, parcos, prudentes, nosotros somos arrojados, reclamones, relajosos, impuntuales, hasta nos arrepentimos con frecuencia de haber elegido a un candidato equivocado.

Detrás de nuestro temperamento, aparentemente fanfarrón, se oculta una gran emotividad, damos nuestro afecto sin medir, hasta despilfarramos sentimientos, no usamos little para todo, pues casi todas nuestras palabras tienen diminutivos. Nuestros defectos son la otra cara de nuestras virtudes, volvemos a elegir cinco veces a un polémico presidente pero ustedes, de repente, asesinan a los buenos. Somos de cierta manera complementarios, ustedes no pueden admitirlo. Cuando se pusieron a bailar La Macarena. Gangnam style y Despacito, “derrochando la gracia de los americanos”, pensamos que habían avanzado algo.

Ciertamente tenemos problemas serios con uno que otro centro educativo, mas no entran todavía matones con metralletas para asesinar fríamente a decenas de estudiantes. Nosotros no supimos sacarle el jugo a las pillerías presidenciales, exaltar sus vejigas incontinentes, ya que las aventuras amorosas de los mandatarios nos parecieron inocentes travesuras. El mismo Bill Clinton restó importancia a los requerimientos sensuales de Paula Jones o Mónica Lewinsky, pero sabemos que las solicitudes clintonianas tenían poco que ver con Demóstenes y su oratoria. Volvió a sonar el bullado caso de aquel actor famoso sorprendido “un soir de demie brume à Londres”, como lo hubiese dicho Guillaume Apolinaire, mientras solicitaba de una peripatética recursos aspiratorios de tipo privado. Recordé las travesuras de Clemenceau, ministro del Interior en Francia, pescado in fraganti mientras amenizaba sus últimas horas de vida con una ninfeta pizpireta. También sucedió con el bien amado rey Enrique IV, no muy pulcro en su persona, aficionado a ciertos amores pastoriles con campesinas de higiene relativa. Napoleón, al regresar de una campaña militar, escribía a su bienamada Josefina, que por favor no se bañe para poder él disfrutar de sus aromas al natural.

Existen cosas peores que las travesuras sexuales y son los cálculos inmundos, la contaminación ambiental. Incendiar un bosque es mucho más grave que una canita al aire. (O)