Hace dos semanas propuse tres preguntas en el párrafo final. Retomaré el hilo por la última de ellas: ¿Es el transexualismo un trastorno mental? La pregunta no encuentra respuesta única y definitiva dentro de la psiquiatría oficial, la que inició la “despatologización” del transexualismo hace por lo menos tres décadas, desde que cambió su nombre por el de “disforia de género”. Este cambio es clínico y sobre todo político, considerando que desde los primeros casos célebres (como el de Christine Jorgensen, en los años 50 del siglo pasado), hasta las historias publicitadas del Hollywood actual (como el de Las Wachowski), el carácter “mediático” del transexualismo ha eclipsado la interrogación clínica acerca del fenómeno.

En nuestro medio, los clínicos “psi” no tenemos experiencia con el transexualismo, básicamente por dos razones. En primer lugar, aquí no se ha establecido, como en otras partes, el requerimiento de una evaluación psicológica previa que “autorice” el comienzo de la transformación. Pero sobre todo, porque el transexual(ista) habitualmente no demanda ayuda psicológica (aunque a veces lo hagan sus padres, si es menor de edad), y más bien su pedido se canaliza directamente a la medicina y a la ley. De la primera demandan el pronto inicio del tratamiento hormonal y quirúrgico, si hay el dinero para ello. De la segunda exigen el reconocimiento oficial del género que corresponde a su deseo, aunque el proceso de transformación corporal aún no haya finalizado.

En otros lugares, donde los clínicos “psi” han tenido experiencia con el transexualismo desde hace décadas, ha surgido la hipótesis de que este no constituye una estructura o un cuadro clínico único, y que más bien debe investigarse en el caso por caso. Ello supone una lectura clínica del fenómeno, completamente ajena a la “normalización” o “naturalización” que su extensa difusión en los medios impone. Así, el psicoanalista francés Henry Frignet, que tiene una amplia experiencia en el asunto, propone una diferencia básica entre los “transexuales” propiamente dichos y los “transexualistas” que son la mayoría de quienes demandan transformación corporal y reconocimiento legal del cambio. Los primeros tienen una estructura psicótica, están “fuera del sexo” (nunca han construido una identidad sexual), se dirigen a la medicina (más que a la ley) demandando el cambio que ellos piensan que los “unificará” en una “identidad de género”, y probablemente no tendrán interés por hacer pareja después de su cambio. Los segundos sí pudieron estructurar una identidad sexual, pero no pueden asumir los goces que corresponden a ella, no son psicóticos, obtienen cambios en su cuerpo aunque no necesariamente totales, en algunos casos preservan su capacidad de engendrar o de concebir, son más activistas frente a la sociedad y a la ley, y tienen mayores probabilidades de hacer pareja. En ese espectro que va de los “transexuales” a los “transexualistas” está –de manera particular y subjetiva– cada una de las personas que prefiere autodenominarse simplemente “trans”, como se usa hoy en día.

Lo que junta a todos los “trans”, y a estos con los LGBI, es –probablemente– el reemplazo de la identidad sexual por la identidad de género. Con ello iniciamos el abordaje de la segunda pregunta planteada hace dos semanas. (O)