Con frecuencia en ciencias como la sociología, política y economía los términos pobreza y desigualdad se utilizan como sinónimos. Pero darle este uso es bastante desacertado. La pobreza y la desigualdad son dos términos distintos.
Mientras que la pobreza tiene como solución incrementar la riqueza existente mediante la producción, el ahorro y la capitalización del ahorro, como solo pueden hacerlo los mercados libres, la desigualdad no necesariamente constituye un problema, puesto que no mide la falta de bienes y servicios sino la posición relativa de grupos aleatorios de la sociedad respecto a otros grupos igualmente aleatorios.
El problema a solucionar no es el de desigualdad, sino el de pobreza: tanto en países desarrollados como en los subdesarrollados, hay centenares de millones de personas muy pobres, aunque cada vez menos. Y la prioridad debería ser sacarlas de la pobreza, no distribuir riqueza.
Sin embargo, se llega incluso a satanizar la desigualdad y a responsabilizarla de la pobreza. Por ejemplo, los seguidores del igualitarismo reconocen a Bill Gates como un hombre particularmente rico pero critican su exorbitante riqueza. Gates se enriquece porque millones y millones de personas piensan que sus vidas son mejores al usar su software. Y con este dinero, creó la Fundación Bill & Melinda Gates, que ha inyectado enormes sumas de dinero para aliviar de cierta forma la pobreza mundial. Así, en nombre de la desigualdad, se critica a quien quizá haya donado más a la causa del desarrollo del tercer mundo que cualquier gobierno.
Justamente es esta desigualdad el resultado de la globalización y el libre mercado, y con ella hoy se ven más personas ricas y de clase media en países como India y China. Y, como consecuencia, la pobreza se ha desplomado. A menudo, una mayor desigualdad es el precio que se paga para enfrentar la pobreza.
El objetivo primordial de cualquier persona preocupada por el bienestar ajeno debería ser el de incrementar los ingresos del conjunto de la población, no el de reducir las diferencias entre esos ingresos. Es cierto que el bienestar de un individuo sí está estrechamente relacionado con su nivel de ingresos: a mayores ingresos, mejor alimentación, mejor servicio sanitario, mejor educación, etc. En cambio, el bienestar de las personas no parece guardar relación alguna con el grado de desigualdad de la sociedad en la que residen. La evidencia indica que la desigualdad no perjudica al crecimiento económico y, por consiguiente, al aumento de los ingresos de todas las personas. Por ello, resulta preferible una sociedad de ingresos desigualmente elevados a una sociedad de ingresos igualmente bajos. La política económica prioritaria debería ser promover el crecimiento económico inclusivo (un crecimiento que beneficie a todos, aunque lo haga en proporciones desiguales), no la de redistribuir ingresos.
Sería un ejercicio interesante este 2018 preguntarnos cuál es el verdadero enemigo, si la pobreza o la desigualdad. Y atacar al problema correcto. (O)