El amor propio es una característica de la personalidad, que debe ser fomentada, pues desde ese sentimiento es posible aportar positivamente a la construcción colectiva de grupos y sociedades. El amor propio no es prepotencia ni vanidad y sí conciencia del valor inherente a todas las personas, que permite que el individuo se integre asertivamente en lo social y contribuya a la fundamentación de formas de vida dignas y sostenibles. Todos, por la condición de seres humanos, somos iguales pese a las diferentes formas que adquieren nuestras vidas en los procesos de ser y devenir, dibujados por el éxito y también por el fracaso, por la valentía y la pusilanimidad, por la nobleza y la vileza.

Sin embargo, a menudo la vanidad, que no es igual al amor propio, se presenta arrolladora por diversas circunstancias que obnubilan el entendimiento. Es posible que el orgullo y la vanidad se den por la posesión de riquezas. El acomodado económicamente puede pensar que es mejor que quien no tiene esos recursos. También es posible que la vanidad se autojustifique por la pertenencia de individuos a familias reconocidas por sus aportes y logros. El éxito puede llevar a la miope vanidad que considera a quienes fracasan como inferiores.

Que la vanidad por la posesión de riquezas, tradición familiar o éxito aqueje a quienes no tienen como objetivo vital al desarrollo espiritual, se puede entender, pero es lamentable cuando define la personalidad de aquellos que teóricamente dedican sus vidas al estudio y al conocimiento. Académicos y profesores infatuados por sus títulos, publicaciones y distinciones representan la antípoda del estudioso, que por su propia actividad entiende la inmensidad del conocimiento y la precariedad de las nociones específicas reconocidas por diplomas, maestrías o doctorados. El sabio es humilde porque sabe que conoce algo y desconoce el resto. Entre nosotros, en estos tiempos y en ciertos casos, vivimos el frívolo síndrome de la vanidad académica justificada por la obtención de títulos, que en muchas ocasiones ni siquiera dan cuenta fidedigna de la posesión de verdaderos conocimientos en quienes los reivindican, y enarbolan como distintivos de superioridad, situación comparable con el concepto del falso positivo que se aplica cuando ciertos exámenes de laboratorio aseguran que tenemos una enfermedad que en realidad no existe. El examen y el certificado lo afirman, pero es un error. El título lo dice; pero los conocimientos y la actitud de quienes lo blanden muestran lo contrario. Falsos positivos.

En otra acera, en la de la cotidianidad, encontramos a ciudadanos que han forjado sus vidas desde la sólida coherencia moral y que son respetados por su callada contribución con lo social, sin que necesiten de título alguno para ser verdaderos señores en el tradicional sentido de la palabra. Ellos saben que la humildad es un atributo que afina la personalidad porque es actitud de sabiduría amplia y empática. También conocen que el petimetre que reivindica títulos tiene que evolucionar para entender que no es mejor que los otros por sus galas externas, a menudo vacías de todo contenido, y que el refrán popular “el hábito no hace al monje” es justo y se le aplica perfectamente. (O)