Resulta paradójico que haya sido un exgeneral de la República quien planteó la última visión integral de Quito en la ya lejana y compleja transición del siglo XX al XXI. Paco Moncayo le llevó a la ciudad a pensarse más allá de su capitalidad, entonces ya en crisis, y mirarse desde el horizonte, inimaginable para Quito, de la autonomía. Lo hizo en el marco de un poderoso movimiento de ciudades liderado por Guayaquil, que impulsó con fuerza la idea de autonomías como una estrategia de reforma a la crisis del Estado unitario y centralista, que había colapsado en el fin del milenio.

Después de Moncayo vino Augusto Barrera, quien sepultó ese proyecto al convertir a Quito en un apéndice de la Revolución Ciudadana. El error de concepto más grave que cometió Barrera fue haber transformado a Quito en el ejemplo de lo que debían ser las ciudades bajo la Revolución Ciudadana: subordinadas al centro, inscritas en el discurso del proyecto nacional, antielitistas y con un modelo centralizado y poco participativo de gestión. En la alcaldía de Barrera se dio un golpe cultural durísimo a la ciudad, del que no se ha repuesto, con la eliminación de las corridas de toros –una idea impulsada por Correa y secundada por Barrera– cuyo fin era golpear a las élites quiteñas en su hispanidad. Se les arrebató ese rasgo identitario sin proponer un relevo cultural a cambio. Desde entonces, un vacío identitario, una ausencia de centro cultural, ronda por la ciudad, una de cuyas expresiones es la decadencia de las fiestas de Quito. Barrera dejó a la capital sin horizonte político propio y a sus élites sin su rasgo de identidad más fuerte.

El exalcalde fue sancionado duramente en las urnas. De ese voto castigo emergió Mauricio Rodas, un político joven, sin experiencia, quien meses antes había participado en las elecciones presidenciales con muy poco brillo. Rodas vio a la alcaldía como un trampolín para su carrera política. Desde el inicio siguió una política light, anodina, que ante todo cuidaba su imagen, envuelta en un discurso tecnocrático de proteger los intereses ciudadanos. Ha sido poco innovador en su visión de la ciudad, sin mayor capacidad para movilizarla en función de objetivos propios, de renovar su modelo de gestión, su identidad cultural, su horizonte como una comunidad política que puede encontrar un lugar propio en el Estado y en un mundo globalizado. Vivimos un momento descolorido, con un Concejo Municipal fragmentado, desorientado, de bajísima calidad política. La ciudad ha seguido con Rodas su lenta decadencia, acelerada con el desgaste de la imagen del alcalde y el enfriamiento de su carrera política.

Todo lo anterior se ha reflejado –creo yo– en estas insípidas fiestas de Quito, cada vez menos alegres, más dispersas, encerradas en pequeños espacios, y sin motivos para una celebración colectiva, de todos. Una cierta indiferencia que solo expresa una larga apatía de la ciudad. Ni capitalidad del Estado ni ciudad autónoma ni quiteñidad. Sus dirigentes políticos, los intelectuales, periodistas, artistas, empresarios, no han tenido la capacidad de reinventarse la ciudad en el nuevo milenio. Han dejado Quito viva de las cenizas de un pasado ya inexistente. (O)