Hace frío en noviembre, tanto frío que andamos encorvados, tensos, con los dientes apretados. Hace tanto frío en Alemania que por la noche los charcos helados relumbran como cristales bajo los faroles. Yo pensaba que el frío era invisible hasta que lo vi salir como nubes de las bocas cansadas que esperan el tranvía de madrugada. El frío, un manto gris amortajando el cielo. Un frío tan oscuro que al terminar la noche no hay luz que nos sacuda el sueño. Solo la certeza de otro día gris, igual que ayer, inundando la habitación.

Cambio de perspectiva. Salgo del dormitorio y me refugio en la cocina, del lado opuesto del edificio. Desde esa ventana sonríe la vida. He colocado la mesa frente al cristal para comer a la luz del espectáculo… La hora del desayuno (aunque dure diez minutos) es el momento más feliz del día. Todo está por suceder, o no, pero quién te quita el placer de la tostada caliente chorreando mantequilla y miel. El café en silencio. Y porque el desayuno es felicidad inmaculada, está prohibido arruinarla sometiendo los ojos a la esclavitud de una pantalla. Reglas de la casa: desayunar mirando por la ventana.

Platón enfatizaba la importancia de que los humanos, a diferencia de los animales, caminan erguidos y así pueden elevar sus ojos al firmamento, admirar los astros. Yo diría que es esa la esencia del ser humano, diseñado para alzar la vista al cielo y despegarla del suelo, destinado a llenarse la cabeza de pájaros.

Y aunque al parecer todavía caminamos erguidos (o al menos podríamos hacerlo), hoy andamos por la vida con el mentón incrustado en el pecho. Un experimento: cuenten cuántas personas en un restaurante, autobús o fiesta están sentadas o de pie con la cabeza gacha, haciéndole la venia a las pantallas de sus aparatos, en esa postura exactamente inversa a la del hombre planetario y la mujer astral que nacimos para ser. Si no nos queda otra opción que vivir con los pies en la tierra, que al menos la cabeza no pierda su capacidad de elevarse. Me niego, por ello, a arruinarme el desayuno encorvada sobre un aparato.

Si no nos queda otra opción que vivir con los pies en la tierra, que al menos la cabeza no pierda su capacidad de elevarse.

Efectos de las pantallas, anécdota ilustrativa: una muchacha de México DF viviendo en Leipzig, Alemania, escandalizada por una noticia (un asesinato) inflada por la repetición incansable en redes sociales, se ha empezado a sentir insegura en las calles de su ciudad adoptiva. Aquí donde todos los días cientos de miles de mujeres llegan a casa sanas y salvas mañana y noche a pie y en bicicleta, aquí donde a la inmensa mayoría jamás le han robado ni la bufanda olvidada en el bus, aquí donde un robo, asesinato o violación son tan raros que la prensa le saca el jugo durante días al mismo caso. Vivir atemorizados, víctimas de la “realidad” según las pantallas.

Cambio de perspectiva, prohibidas las pantallas durante el desayuno, miro por la ventana de la cocina: hay un árbol en mi patio trasero, un árbol delirante que ha crecido hasta hacerse tan alto como el edificio de cuya sombra se ha liberado. Tanto se ha elevado que sus ramas blancas acarician la ventana de mi departamento, buhardilla disfrazada de quinto piso. Y a pesar de las lluvias y los vientos que desde octubre cumplen alemanamente su misión de desnudar a los árboles, este abedul heroico todavía conserva sus hojas. Y a pesar del frío y la oscuridad, unos pájaros diminutos y multicolores (celeste, blanco, amarillo y negro) brincan y pían en su copa. Me pregunto por qué se quedan, por qué no huyen como las otras aves a pasar el invierno al amparo de Dios, que en octubre se muda al Sur.

Empiezo el día llenándome la cabeza de pájaros, y cuando por fin me pongo a trabajar y abro el periódico, ya no me interesa nada más que lo elemental, esa chispa de luz y humor que late en lo anecdótico y no hace primeras planas ni se viraliza en redes. Me despega del suelo el proyecto LifeWatch: científicos belgas han estudiado durante dos años la ruta migratoria de las gaviotas sombrías; astutas, abandonan Inglaterra y los Países Bajos antes del invierno y se lo pasan bomba en las costas de España y Portugal (las más aventureras, en Senegal). Y ahora viene lo bueno: es tal la precisión con que se ha podido trazar la ruta de las aves migratorias, que se logró identificar un punto en el mapa por donde sin razón aparente pasan todas las colonias de gaviotas, desviándose incluso del camino directo a su destino final. Intrigados (¿por qué las gaviotas pasan por la ciudad de Mouscron?), los científicos fueron en busca de la razón. Y la descubrieron: una fábrica de papitas fritas, un pequeño paraíso donde los pájaros se paran a desayunar. (O)