Como lo hace con cualquier estímulo, el cerebro humano reacciona de manera diferente a los colores y provoca respuestas emocionales particulares. Por ejemplo, el color amarillo se asocia generalmente con luminosidad, despierta el optimismo y estimula la actividad mental; el color rojo suele ser asociado a energía, peligro, fuerza; el color verde, con armonía, seguridad, optimismo; el color azul, con estabilidad, confianza, serenidad; el color naranja, con entusiasmo, creatividad; el color blanco, con pureza, inocencia, paz.
El cerebro se va adaptando a determinados estímulos de tal manera que el circuito impulso-respuesta se perenniza. Frente a un determinado color, el cerebro generalmente reacciona y responde evocando algún recuerdo o produciendo en nosotros una reacción física, que no necesariamente es consciente y que en ocasiones es refleja.
El color amarillo de la mayoría de taxis se explica por la captación de atención que dicho color produce. Igual ocurre cuando resaltamos las líneas de un texto: el color amarillo es el más utilizado.
Si el color rojo no causara una reacción cerebral de alarma, seguramente no formaría parte de las señales que anuncian peligro por las calles. Y con una altísima probabilidad, tampoco las luces de las sirenas de las ambulancias y los carros de bomberos tendrían el rojo como color principal.
En cambio, con el color verde el cerebro evoca la naturaleza y genera una respuesta positiva de bienestar y seguridad. El color verde de las luces de un semáforo dan el visto bueno para continuar, ya como peatones, ya como conductores de vehículos.
En todo eso he estado pensando por la confusión y el caos que agentes del tránsito producen en vías de circulación rápida en Guayaquil y en la vía a Samborondón. Con metros de distancia el conductor puede visualizar las luces del semáforo y, si ve que la luz es amarilla, su reacción refleja será disminuir la velocidad porque en segundos tendrá que detenerse ante la luz roja. Desde un tiempo para acá, sin embargo, la confianza en el semáforo y en las reacciones que sus luces provocan en nuestro cerebro ha sido trastornada. De pronto una ve un agente de tránsito apresurando que se continúe aunque el semáforo esté en rojo. La ley dice que la señal de la autoridad prima, pero, para entonces, nuestro cerebro ha reaccionado ya indicándonos que debemos detenernos. Esos segundos de confusión aturden a quien conduce y desordenan la circulación: unos siguen, otros no terminan de saber qué hacer, unos más apuran a punta de bocina a quien está delante. Mientras tanto, el vigilante, impávido, insiste en que se continúe la marcha.
En la vía a Samborondón, en determinados horarios diurnos o nocturnos, los puntos de retorno muestran un color del semáforo al que nuestro cerebro se ve forzado a desatender, pues se han colocado conos para obviar sus señales de rojo, verde o amarillo con la pretendida finalidad de que el tránsito sea más expedito, aunque sea menos seguro. Y, para mayor desconcierto, con conos y todo, cada tanto se le ocurre a algún oficial de tránsito dar sus propias señales de paso o detenimiento.
La circulación vehicular es cada vez más complicada en la ciudad. Las tareas más importantes de las agencias nacional y municipal de tránsito son ordenar el tránsito y dar seguridad vial a los ciudadanos. Pero la acción simultánea de vigilantes, conos y semáforos más bien va en contra de esas deseables tareas. (O)