Por algún lado tenía que estallar el manejo de los medios en poder del Gobierno. No ha saltado por el tema de fondo, el de las condiciones que se deben cumplir para que sean medios públicos y no, como son hasta ahora, gubernamentales o partidistas. Ha salido a la luz porque la podredumbre los ahogaba. Con esto queda claro que periódicos, radios y canales de televisión fueron piezas fundamentales del sistema cleptocrático que se instauró en el país. Las dos maquinarias, la del robo y la de la propaganda, apuntaban hacia un mismo objetivo y funcionaban de manera sincronizada. Como se ve ahora, esta última servía no solamente para encubrir la corrupción en otras áreas –lo que lograron eficientemente con la manipulación de la información y de la opinión–, sino que en sí misma era también una provechosa fuente de recursos para los corazones ardientes.

Esa relación entre la propaganda y el latrocinio no es novedosa. Es propia de los regímenes autoritarios y de los que se asemejan bastante a estos, como fue el correato. La construcción de hegemonía necesita de la propaganda porque el control es más eficiente cuando puede reducir al mínimo el uso de la fuerza. El bombardeo continuo de consignas y hechos ilusorios es más efectivo que los toletazos y no produce dolor. Además, su efecto adormecedor hace que quienes lo reciben se sientan agradecidos y, sobre todo, se vuelvan indiferentes, dejando amplio espacio para la danza de millones que vacía las arcas fiscales y llena los bolsillos particulares.

El debate sobre la magnitud del atraco y los alcances de la depredación, que es positivo, debe ser el preámbulo no solamente para la intervención de la Contraloría y la instauración de los procesos judiciales hasta alcanzar a los máximos responsables, sino sobre todo para definir su destino. La transformación de algunos de estos en verdaderos medios públicos y la venta de otros debería ser el siguiente paso, como fue sugerido en esta columna el 31 de julio del presente año. Cabe reiterar que, cualquiera que sea la solución, será necesario colocar barreras para impedir que una banda se los apropie nuevamente.

Las declaraciones y denuncias de quienes estuvieron dentro de esos medios comprueban que el uso propagandístico no fue una invención de la oposición ni de los medios privados. La imposición de una línea noticiosa y editorial, que bajaba directamente desde el Gobierno es algo que lo sentían periodistas, columnistas, entrevistadores, locutores, conductores, caricaturistas e incluso el personal de apoyo. Seguramente muchos de ellos debían aceptar esa imposición como condición para mantener el puesto de trabajo, pero no faltaron quienes lo hicieron con todo el entusiasmo que proviene de considerarse parte de una gesta histórica. Los pocos que no entendieron la regla tuvieron que salir, eso sí en silencio y cabizbajos. Unos y otros están ahora obligados a hablar y no confiar en que aceptemos como algo natural la depredación y la manipulación. Les bastaría ver las pérdidas de Gamavisión por ceder gratuitamente espacios para la megalomanía de los sábados. (O)