Luego de una ejecución maravillosa e insuperable, le preguntaron al violinista Isaac Stern qué más le quedaba al ser humano después de tanta perfección. Humildemente, el virtuoso respondió: “El error, lo mejor que tiene el ser humano es su capacidad de errar”. La anécdota fue referida por el psicoanalista francés Henri Cesbron-Lavau, durante el reciente Seminario de Verano 2017 de la Asociación Lacaniana Internacional en París. La nota del colega me inspiró la columna de hoy, partiendo de la multivocidad del “errar” en el francés, el castellano y las lenguas romances en general. El “errar” como error o no acertar en el blanco, y el “errar” como andar vagando de un lugar a otro en la acción, el pensamiento, la imaginación o la atención. Ambas acepciones convergen en la relación que los seres humanos tenemos con el deseo, como seres hablantes y sujetos del inconsciente.
En el lenguaje coloquial, “un deseo” es una aspiración identificable y enunciable por alcanzar un objeto o una meta definida y existente en la realidad efectiva. Por ejemplo: un deseo amoroso, viajar, conseguir una maestría o un trabajo, ganar dinero, sanar, ganar las elecciones, o cualquier cosa que podamos nombrar y representárnosla. En el discurso psicoanalítico –en cambio– “el deseo” (artículo determinado y singular) es un concepto: es lo que despierta con nosotros cada mañana hasta el día final, lo que nos moviliza de manera permanente en la búsqueda inagotable de nuevos y sucesivos objetos y realizaciones efectivas, pero que no tiene un objeto presente en la realidad efectiva, ya que está causado por un objeto originalmente perdido, irrecuperable, inexistente y conceptual: el objeto “a”, como lo llamaba Jacques Lacan.
De ese objeto irrepresentable y siempre faltante solo quedan sus semblantes: esos que se nos aparecen en la vida cotidiana a través de aquellas metas y representaciones diversas que queremos alcanzar, para relanzar la búsqueda después de que vamos logrando cada meta. Así, el deseo causado por esa falta original es el motor de nuestra vida, y lo que nos sostiene en esa “errancia” permanente que constituye nuestra existencia. Somos seres errantes que con frecuencia cometemos errores, y cuando creemos haber finalmente acertado y logrado la meta última, descubrimos que no era eso sino otra cosa, y así sucesivamente. Solo la muerte biológica termina con ese vagabundeo. O la muerte del sujeto y del deseo, como en los delirios psicóticos, donde el delirante cree haber logrado la suprema perfección y la certeza infalible.
Lo expuesto también me fue inspirado por ciertas declaraciones de nuestra canciller, quien (¿humildemente?) aceptó que el gobierno ecuatoriano de la década pasada cometió algunos errores. Si la declaración es sincera, que ella mueva el deseo y la posibilidad de mejorar de manera continua. Si no lo es, que no sea “un deseo” de volver al delirio como política de Estado, aquel que se cree completo, logrado, absoluto y omnisciente. Aquel que se amanece rectificando la realidad y la opinión adversa para restituir cada mañana su perfección plena y su obra intachable. Aquel que convoca y seduce a los ecuatorianos que no admiten ningún error, porque se identifican con quien carece irremediablemente de la capacidad de errar. (O)