La intrascendente opinión de una joven vendedora de helados e inmigrante venezolana, de que los ecuatorianos somos “feos porque parecemos indios”, suscitó una ola de indignación –pasajera e igualmente intrascendente– entre los aludidos, en las redes sociales y en algunos medios. La expresión masiva de nacionalismo, patriotismo, reivindicación estética (sin mucha convicción) y xenofobia de los reaccionantes, impide ver la autofobia, la autodesestimación y el autoodio latentes. Adicionalmente, nos interroga en qué se sostiene cualquier “identidad nacional” de los ecuatorianos (si ella existe), ya que no lo hace en nuestro mestizaje rechazado y no asumido, lo cual tiene muchas y variadas consecuencias. Como proyecto de nación, seguimos vagabundeando en busca de aquello que nos constituya, más allá de la novelería contingente por la clasificación a un mundial de fútbol.

Definitivamente no podemos con nuestro mestizaje: seguimos sobreestimando las pieles blancas, los cabellos rubios, los ojos azules y los apellidos extranjeros. Si la opinión de la joven venezolana nos afecta, es porque toca lo que rechazamos en nosotros mismos: esos rasgos físicos que testimonian nuestros genes indígenas o africanos, y que recodificamos como fealdad. Una desestimación “estética” que transmitimos de generación en generación y que aprendemos desde que empezamos a hablar. No presumimos de nuestro mestizaje, y más bien se nos enseña tempranamente que un rasgo esencial de nuestra identidad es la supuesta cordialidad, hospitalidad y buenas maneras con las que acogemos a los visitantes. Es decir, como solíamos reír de nosotros mismos en nuestra adolescencia cuando las bonitas nos rechazaban: “somos feítos pero educaditos”. La autocondescendencia como otro de los “autos” nacionales latentes.

No podemos sobrepasar nuestra “edad del burro” como nación, sociedad y cultura. Seguimos empantanados en el machismo, la desvalorización de nuestra mezcla y la ambivalencia frente a lo extranjero, especialmente frente a lo anglosajón: admiración instantánea y subordinación servil (que no es lo mismo que cordialidad, hospitalidad y buenas maneras), y al mismo tiempo xenofobia larvada o explosiva disfrazada de altivez y soberanía. En realidad, no somos tan “educaditos” como presumimos. Ni desde el punto de vista de la “educación” como genuino respeto y gentileza con el otro, ya sea extranjero o compatriota. Ni desde la “educación” como instrucción, saber y conocimiento. El desenmascaramiento de la farsa, pomposamente llamada Yachay Tech, evidencia nuestro arribismo seudocientífico, nuestra infatuación que pasa por academicismo, y nuestra disposición a remedar lo foráneo sin proceso ni talento.

Rechazamos nuestro mestizaje, tanto que utilizamos el odioso e hipócrita sintagma políticamente correcto de “pueblos ancestrales” para no decir “indios”, porque se nos ha inculcado que es un término insultante y peyorativo. Lo gracioso es que a nuestros indios no les molesta llamarse a sí mismos “indios”, y nuestros negros se refieren orgullosamente a sí mismos como “negros”. Los únicos que tenemos un serio problema autorreferencial somos los mestizos ecuatorianos, porque no somos chicha ni limonada, ni hemos podido hacer de nuestra mezcla un valor, una potencia o una categoría estética. Somos lo que somos y hablamos como hablamos, pero nos comportamos como si nos avergonzáramos por ello. Algunos tenemos más genes de indios o de negros que otros, pero eso es irrelevante. Lo importante es: ¿podremos identificarnos con nuestra mezcla y volverla creativa? (O)