Termina el año escolar en la Sierra sin que parezca capaz de generar aprendizajes más significativos que en mi época de estudiante, sino solo cumplir con un absurdo cronograma de trabajo impuesto bajo principios de efectividad y absoluto desconocimiento de sus implicaciones. Por simple lógica, se podría pensar que un año lectivo de 200 días se debe traducir en mejores resultados académicos, pero una revisión sistemática de literatura muestra que no hay estudios que establezcan con firmeza esta relación de causalidad, y menos en el Ecuador.
Es posible que países donde un aumento de días escolares fue de la mano de cambios en la enseñanza hayan mejorado el rendimiento académico. Pero, en realidad, el aprendizaje depende de la calidad del trabajo dentro del aula y el uso del tiempo, que puede incluir otro tipo de actividades fuera del colegio, complementados por un ambiente de apoyo al desarrollo de los estudiantes.
En ciertas zonas del país puede ser recomendable mantener la meta de 200 días escolares, pues las condiciones climáticas, frecuentemente combinadas con las de transporte, disminuyen la asistencia de estudiantes o profesores. Pero, cada año acumulado de las llamadas reformas educativas, los profesores y estudiantes que sí asisten puntual y cumplidamente (todos los días), simple y sencillamente llegan agotados al final del año.
Habrá quien quiera compararnos con Japón, que tiene un año escolar todavía más extenso, pero su régimen incluye unas buenas vacaciones entre trimestre, el trabajo escolar no se limita al ámbito estrictamente académico, y los días de clase también se dedican a viajes. Sus profesores tienen menos horas de clase que los nuestros y no hay el desorden de aquí, donde se definen los feriados a último minuto, falta control de asistencia y suplencia de profesores en los colegios públicos, donde además se sigue enseñando de manera tradicional.
Si en algo nos importa la opinión de expertos finlandeses, algunos de los cuales tal vez fueron quienes asesoraron al Ministerio de Educación en algún momento, la extensión del año no resuelve nada por sí sola. En Finlandia, los estudiantes entre nueve y once años pasan en el colegio un promedio anual de 640 horas, y tienen menos de 30 periodos de clase en la semana.
Tal vez podamos pensar que tenemos que esforzarnos más justamente porque nuestros resultados académicos son relativamente bajos. Pero estos son el resultado de las condiciones socioeconómicas derivadas de la tremenda injusticia social de nuestro país, que se hereda de generación en generación. Es decir, ni siquiera un exceso de horas de clase puede resolver nuestras dolencias.
En cambio, dividir el cronograma de manera más racional eliminaría el disparatado sistema de examen supletorio, remedial y de gracia, que además nuevamente me remonta a la infancia, donde no todo pasado fue mejor. En lugar de aburrirse, los estudiantes que hayan desarrollado mayores competencias podrían dedicarse a aprendizajes más avanzados. Los artistas y deportistas podrían cultivar sus habilidades. Y, como lo demuestran los estudios científicos, los estudiantes más vulnerables o en riesgo podrían recibir la atención que necesitan y se merecen. No es tan difícil imaginar un nuevo cronograma que haga sentido. (O)









