Dentro de la pequeña sala en que se juzgó a Martín Pallares, llevado allí por una demanda de Rafael Correa, estuvimos (además de los abogados de las partes, el juez y el secretario) solamente doce personas, durante cuatro horas.

¿Qué me queda de tan singular experiencia?

Me queda la sensación de haber ingresado a un edificio limpio, moderno, con luz, con aire.

Me queda una percepción de miedo: miedo de haber entrado a un recinto en el cual las sentencias no solían dictarse según los méritos del proceso, sino por las órdenes que llegaban de las más altas instancias del poder político.

Me queda la esperanza de que luego del dictamen algo vaya a cambiar en el ámbito judicial, donde tantas y tan aviesas arbitrariedades se cometieron para cumplir los designios de quien se apoderó de los tribunales y se sirvió de ellos para saciar su odio.

Me queda el dolor por aquellos que, acusados injustamente, recibieron condenas. Me queda el dolor por sus prisiones, por sus multas, por las injurias recibidas. Por las artimañas montadas en su contra. Me queda el dolor por sus familias, por sus madres, por sus esposas, por sus hijos.

Me queda un grito que se me ahogó en la garganta luego de escuchar la sentencia: libertad.

Me queda la solidaridad con quienes durante la larga y oprobiosa dictadura no bajaron la cabeza y siguieron escribiendo, diciendo, lo que su conciencia les dictaba. Son ellos los que lograron que la lucha contra el despotismo no cesara y mantuvieron viva la rebeldía. Son ellos los que van destapando poco a poco la mucha podredumbre acumulada.

Me queda la lección de dignidad con que una señora de 87 años siguió todo el proceso con ávida atención. Pronunciada la sentencia, se apoyó en su bastón y caminó, enhiesta, para abrazar a su hijo, declarado inocente.

Me queda la ira por no ver en ese mismo tribunal a quienes desviaron hacia sus cuentas personales los enormes recursos del Estado que debían llegar a los pobres.

Me queda el inmutable rostro del juez, que mantuvo su solemne adustez hasta el instante de dictar una sentencia que, según los antecedentes del correato, parecía imposible.

Me queda la impotencia ante el cinismo de contemplar cómo quienes, a nombre de la revolución, ahora gozan en el exterior de sus fortunas, amparados por aquellos que, desde los más altos estamentos del poder, les permitieron tener el singular estatus de prófugos.

Me queda el regusto de haber recibido una vasta y profunda lección de Derecho de boca de dos grandes maestros, Juan Pablo Albán y Farith Simon, apoyados por Juan Pablo Aguilar y Xavier Andrade.

Me queda la certidumbre de que Martín Pallares nunca estuvo solo, ni siquiera cuando una pandilla se tomó los pasillos del recinto para –según es práctica corriente– agredir e insultar.

Me queda grabado un asiento vacío, aquel que debía haber estado ocupado por Rafael Correa, quien, sin presentar cara cuando debía, más tarde y desde algún lugar ignoto escribió un tuit mentiroso e injuriante.

Me queda la duda sobre si el calentamiento global se origina en la estratosfera o viene de abajo, del asiento de cuerina que me soportó por tantas horas.

Me queda la convicción de que Correa, en Bélgica, seguirá actuando de manera incoherente y deambulará como un enajenado porque, según se ha demostrado, tiene perdido el juicio. (O)