A estas alturas sobraría un prólogo para describir el daño que el exceso de automóviles está causando a nuestras vidas. Y a nuestros pulmones. Más tiempo atorados en tráfico que con nuestros abuelitos, en ciudades donde cada bocanada de aire es vida y muerte, tan contaminadas que los pulmones de sus habitantes se confunden en la morgue con los de un fumador compulsivo. No necesito aburrirles con las consecuencias físicas y psicológicas de ese coctel infernal de polución, ruido y tráfico: hay suficientes estudios espeluznantes al respecto. Deberíamos colgar carteles en algunas ciudades: “Advertencia: respirar es perjudicial para su salud. Respirar mata”.
Culpemos a los gobiernos locales incapaces de crear y mantener sistemas de trasporte público eficientes. A las mafias de la industria automotriz que se dan mañas para boicotear tranvías, autobuses, trenes, esas soluciones democráticas que no enriquecen a nadie, ni deberían. Lo cierto es que somos cómplices, nos dejamos vender ese ideal barato de estatus: “hay que comprarse un autito”. Nos convencieron de que la vida se trataba de llegar lejos, lo más lejos posible, rápido, lo más rápidamente posible, solos, lo más individualmente posible, y si eso implicaba que los que iban a pie tenían que tragarse los gases de tu escape, pues era el precio del éxito, del progreso. Nos esclavizaron a una lonchera con cuatro ruedas. Allí sudamos en los eternos tráficos, engordamos, nos volvemos ciegos a la vida de los otros. Ya no hay historias contadas en la penumbra de un vagón, encuentros de autobús, el placer de espiar conversaciones ajenas. De encontrarte con un criminal, dirán ustedes, presas del miedo.
Si hay países donde usar transporte público y caminar significa exponerse, la adicción al automóvil no es un mal exclusivo de países inseguros. Hay países ricos donde la gente usa el carro hasta para ir a la tienda de la esquina, o al gimnasio para subirse en esas máquinas donde corren durante horas en un mismo sitio. Cual ratones en ruedas, nos hemos dejado vender un estilo de vida que nos está matando.
Recuerdo esa tarea escolar de contar cuántos carros pasaban ante mi casa durante media hora una mañana de sábado. Recuerdo el sol de mitad del mundo, la calle adoquinada que serpenteaba hacia el fondo de la quebrada, los diez autos que irrumpieron en el silencio andino. Ahora, en mis visitas anuales al hogar natal, me encuentro con una anaconda de mil motores que ha invadido el sendero adoquinado, y sus puentes decimonónicos sobre el río Machángara, convirtiéndolo en una delirante autopista quiteña.
Mientras más gente se tome las calles y exija su derecho a ellas, más seguras serán.
Siempre me he negado a conducir. Si en mi infinita mediocridad puedo hacer algo por el mundo, es sumarme a la resistencia: “no a la dictadura del automóvil”. Al menos en ese mínimo gesto quiero amar a las ciudades donde viva, al mundo en que me tocó vivir. En Quito y Guayaquil me transportaba a pie, en bus y taxi. ¿Peligroso? Peligrosas son las calles desoladas, peligroso es un estilo de vida exageradamente individualista. Mientras más gente se tome las calles y exija su derecho a ellas, más seguras serán.
Cuando me instalé en Alemania cambié los buses por la bici. Los alemanes nacieron con una bicicleta entre las piernas, fue aquí donde hace doscientos años el barón Karl Drais inventó el tatarabuelo de la bici, la Laufmaschine (“draisiana” en honor a su inventor): dos ruedas, manubrio, eje de madera, sin pedales, se impulsa con las piernas. Todavía existe esta maravilla, en miniatura, para niños que recién aprendieron a caminar y ya corretean en dos ruedas por la ciudad. De adultos, conservan la costumbre de ir a todas partes en bicicleta: con falda a la oficina, la mamá, con dos bebés en un vagón, el papá, estudiantes con sus mochilas, viejecitas con pan y leche en sus canastas.
Niña torpe que aprendió a montar en esas ridículas bicicletas con rueditas (un atentado contra el equilibrio), cuando por fin logré controlarla podía usarla solo en el parqueadero o lanzándome por una cuesta en medio de la cual, por supuesto, apreté el freno delantero; niña que se cayó de cara, codo y rodilla, ahora pedaleo mañana y noche. Feliz. Deporte, diversión, velocidad, amor por la naturaleza, todo en uno, la bici nos ahorra gimnasio, psicólogo, parqueadero, gasolina.
El problema es lidiar con los carros. Vulnerables, los ciclistas observamos con indignación y compasión a los conductores agresivos que nos tiran el carro y, cual bullies, se quejan de las “malditas” bicicletas. Si no es carrera, señores, llegarán antes a su destino de hoy pero todos, al final de los finales, llegaremos al mismo lugar, para qué tanta prisa. Y créanme, un gesto de generosidad con los ciclistas, esos que son parte de la solución y no del problema, les asegurará un lugar en el cielo. Además, la bici es el nuevo sexy. En serio. (O)








