Dentro de un acto de presentación casi festivo nació oficialmente a la vida pública el libro El cartero improvisado, del periodista Andrés López. Nunca se sabe qué puede ocurrir en una de esas reuniones a las que se asiste muchas veces más por compromiso con el autor que por interés en la obra. Si echo la mirada atrás puedo constatar que han perdido solemnidad y tiesura y han ganado espontaneidad y brío (no siempre deseable para quienes queremos las palabras que nos guíen hacia una nueva lectura).

Yo venía de conocer el texto y quería confrontar mis criterios con los ajenos. En materia de libros siempre estamos conversando sobre semejanzas y diferencias de los árboles de un gigantesco bosque. Un libro nuevo arrastra expectativas justificables de las que no siempre hay espacios para hablar. Por eso, las palabras de Tania Tinoco y de Carlos Vera en la noche del lanzamiento abrieron el camino hacia un encuentro que solo puede producirse en la mente del lector.

Le auguro buena vida a El cartero improvisado. Pone el dedo en la llaga de reales inquietudes que cruzan las vidas de padres, maestros y jóvenes en tiempos como los nuestros, desde una voz directa, valiente y sin tapujos, la de un padre que entrega evocaciones, directrices y consejos a sus hijos, conducido por el amor y la madurez. No trasunta prejuicios, no induce a la separación ni a la competencia, no aspira a la posición entre privilegiados ni triunfadores.

Al padre que es Andrés López –este no es un libro que tiene narrador disfrazado o distanciado, no inventa personajes, no recrea espacios de imaginación– le interesan mensajes que induzcan a la sinceridad, la autenticidad, la fidelidad a uno mismo. Como “con facilidad olvidamos que cada paso es una decisión y cada decisión un paso. Quizá por eso vamos, venimos, nos detenemos y equivocamos la ruta”, su voz advierte constantemente de la proclividad humana al error y confiesa los propios.

El autor fue claro en sostenerlo: su libro no es autoayuda, no contiene fórmulas para ser felices o padres experimentados. Para quienes necesiten la identificación del género literario al que pertenece, es un libro de testimonio, escrito en prosa que busca los efectos más que las galanuras, pero que no ahorra los pincelazos poéticos para describir una tarde o los más caros sentimientos.

Hay comprensión para los tempranos anhelos de libertad, tanto que llega a afirmar: “Ser rebelde es un comportamiento común en la adolescencia y qué bueno que así sea. Un joven sumiso es mala señal, en esa etapa se esperan decisiones, cuestionamientos, reclamos, errores”. Hay orientación hacia la solidaridad y la real experiencia de compartir. Hay espacio para el testimonio de fe, de espiritualidad cristiana sin el menor atisbo de imposición o dogmatismo.

Me gustaría saber qué pensarán los lectores jóvenes de un libro como este. ¿Qué tendrá que pasar para que salgan de su apoltronamiento digital y pongan manos y ojos en esas líneas que valen para todos ellos? ¿Exagera ese padre que previene del tabaco, el alcohol y las drogas, del sexo fácil, de la intolerancia que agrupa a los muchachos entre sus cercanos pares y los ajena del país y del mundo?

Como siempre, el valor del contenido de un libro depende de sus lectores. (O)