Salgo de New York Nails reconciliada con el mundo, con mi cuerpo, con mis espantosas uñas convertidas en minúsculas obras de arte. En la punta de mis dedos, el sedoso esmalte recubriendo esas uñas modeladas una a una con pincel. No puedo dejar de acariciarlas, admirarlas y sonreír como si brillara el sol a través de ese cielo alemán de invierno para el cual se inventó la expresión “el cielo está triste”.

Sonrío yo como todas las clientas mientras se ponen el abrigo, mientras pagan y agradecen a los responsables de su satisfacción: los dos jóvenes manicuristas vietnamitas. Los veo una vez al mes, religiosamente, en silencio les doy mis manos y me entrego al placer de verlos trabajar con precisión, delicadeza y velocidad. Quisiera elogiarlos, pero lo cierto es que ni yo entiendo su alemán ni ellos el mío. Me contento con sonreír, dejar propina, serles fiel y apreciar su trabajo por lo que vale.

Siempre he sentido verdadera fascinación, casi diría devoción, por la gente que sabe hacer su trabajo. Puedo pasarme horas mirando a un camarero gentil y hábil, cómo recuerda a la vez decenas de pedidos, cómo vuela de un lado a otro, cómo comprueba que sí es posible tener ojos en la espalda. Admiro más a un carpintero que sabe construir una cómoda de esas que uno no puede dejar de acariciar que a un profesor universitario que escribe textos sosos e intrascendentes. Era yo esa niña que se quedaba boquiabierta cuando iba con su mamá a una oficina y descubría a una secretaria escribiendo a mil por hora (usando todos sus dedos de brillantes uñas rojas) un informe sin erratas.

Ante la jerarquía esnobista de mejores y peores trabajos, debería imponerse la consciencia de la importancia de ser bueno en lo que uno hace. Existe gente que es excelente en su trabajo, otros que lo hacen bien, otros que son mediocres y aquellos que lo hacen mal o pésimamente mal. Y cada vez estoy más convencida de que las personas que hacen mal su trabajo son la gran tragedia de este mundo.

Es cierto que no todos los trabajos son agradables, quizá limpiar los baños de la estación de trenes no sea la cosa más sensual del mundo, pero con guantes sobre las manos bien manicureadas, un buen uniforme, una mascarilla y una remuneración justa, se me antoja un trabajo digno. A fin de cuentas, eres de los que limpian y no de los que ensucian, de los que sirven y no de los que se sirven del resto y a su costa amasan fortunas. Tal vez acabes con los guantes sucios, pero conservarás la consciencia limpia.

Sería ideal que con el tiempo los trabajos más desagradables fueran desapareciendo, gracias a la tecnología, y que los trabajos más agradables y necesarios se conservaran mientras se crean otros más placenteros e interesantes. Si esto no está sucediendo es porque hay gente haciendo mal su trabajo, fomentando el uso de tecnología para enriquecer a pocos en lugar de aplicarla en mejorar la vida de la mayoría.

Lo deprimente es que millones de gente te elijan para gobernar su país porque les dijiste que sabías hacerlo, que te esforzarías por hacerlo bien, y al final les dejes un país acabado por la ineptitud propia y de tu equipo.

Que un trabajo nos guste o no depende mucho de nuestra personalidad. Creo que yo sería una pésima dentista, que no duraría un solo día en un equipo que hace campaña política y que me volvería una psicópata si me viera obligada a hacer la contabilidad de una empresa. En cambio, hago cosas que a algunos les parecerían una tortura, como sentarme en absoluto silencio, desconectados el internet y el teléfono, frente a una página en blanco, para que a la final (con suerte) hayan sobrevivido un par de párrafos tras horas y horas de escritura.

Es cierto, no todos podemos escoger nuestro trabajo en cada etapa de nuestras vidas. A veces tenemos que amarrarnos el mandil y ponernos a freír empanadas aunque no seamos buenos cocineros. Más vale entonces aprender a hacerlo bien para evitar pasarse la vida haciendo algo que no gusta ni a uno mismo ni a los otros. Y quién sabe si, a la larga, la sonrisa de los clientes nos ayude a encontrarle el gusto. O si tras un día de trabajo bien hecho, nos reencontremos con nosotros mismos en nuestras secretas labores nocturnas.

Puedo imaginar pocas cosas más deprimentes en la vida de un ser humano que levantarnos cada día a hacer algo mal porque carecemos de herramientas, talento, conocimientos y ética profesional. Siempre es posible aprender, mejorar, pero existen limitaciones difíciles de superar. Yo, que confundo el negro con el café y si dibujo una piñata en el pizarrón hago reír a mis alumnos, seré quizá una profe decente pero sería una pintora terrible. Lo deprimente es empeñarse en ser artista por una cuestión de ego y ansiedad de estatus. Lo deprimente es que te contraten para construir una carretera que al mes parece un queso gruyer porque no usaste los materiales adecuados, porque te metiste la plata en el bolsillo en lugar de contratar al mejor ingeniero. Lo deprimente es hacerle un vestido mal cortado a la señora que confió en el letrero que pusiste en tu ventana: “Alta costura”. Lo deprimente es que millones de gente te elijan para gobernar su país porque les dijiste que sabías hacerlo, que te esforzarías por hacerlo bien, y al final les dejes un país acabado por la ineptitud propia y de tu equipo.

Pero no basta pasarse la vida señalando con el dedo a los incompetentes obvios. Hay tareas grandes y pequeñas, y todas cuentan. Si el busero maneja bien, la abogada aboga bien, la profesora educa con sabiduría, el gerente administra con justicia, la policía controla con humanidad, si el escritor tiene algo que decir y sabe cómo decirlo, si el obrero mezcla bien el concreto, si el rescatista es rápido, si la enfermera es paciente, si todos recibieran por su trabajo bien hecho, por su esfuerzo, aquello que merecen, este sería un mundo de algodón de azúcar. (O)