Por qué pasó esto y qué pasará después, son las preguntas que dan vueltas al mundo desde la noche del martes. No es para menos, ya que el triunfo de un personaje como Donald Trump, al que miles de millones de personas nunca invitaríamos a nuestras casas, abre interrogantes sobre sus causas y sus efectos. Obviamente, la segunda de esas preguntas, la referida al futuro, solo puede ser respondida con suposiciones que, dado el comportamiento impredecible del presidente electo, quedan en la incertidumbre. Lo único que se puede decir es que gran parte de la responsabilidad de lo que suceda bajo su administración la tendrá el establishment político norteamericano y en particular el Partido Republicano. Esa élite y la fortaleza de las instituciones –más que la escasamente politizada sociedad norteamericana– deberán impedir que se hagan realidad las locuras ofrecidas en la campaña.
La pregunta sobre las causas ha tenido ya muchas respuestas. La más difundida destaca las enormes diferencias que se presentan entre los estados y entre el ámbito urbano y el rural. La idea general es que las condiciones demográficas, económicas, sociales y los procesos históricos específicos llevarían a la configuración de culturas políticas diferenciadas. Una de estas culturas, la que predomina en los estados menos desarrollados, en las áreas rurales y en las zonas más afectadas por la desindustrialización, habría terminado por imponerse en esta elección. Dadas esas características, el voto tendría un alto componente emocional más que racional y sería en gran medida una expresión de rechazo a la globalización, a los políticos y a la política en general.
Para ahondar en esa respuesta, los estudios realizados antes y después de la elección detectan las orientaciones y los valores predominantes entre la población que votó por Trump. Así, destacan aspectos como bajos niveles de educación y de información, conservadorismo, racismo, xenofobia y temor a cualquier cosa que le parezca extraña o fuera de su limitado concepto de la normalidad. Planteado en términos casi apocalípticos, sería el triunfo de la tradición y el oscurantismo sobre la modernidad y el iluminismo. En una versión más amigable y propia de la caricatura –que quizás es el nivel más apropiado para tratar al personaje– corresponde a Springfield, el pueblo imaginario de los Simpson, encerrado en sí mismo y en sus prejuicios. El votante típico de esta elección sería Homero, el empleado mediocre e irresponsable, gran consumidor de basura televisiva y de cerveza, políticamente incorrecto, machista, tolerante a la corrupción y primitivo en sus juicios, incluso sobre los asuntos más elementales. El individuo que, para no hacerse problemas, proclama que “el propósito de elegir funcionarios es que nosotros no tengamos que pensar”.
Se dirá que los latinoamericanos no debemos sorprendernos porque muchas veces hemos hecho elecciones similares. Sí, pero la pequeña diferencia es que el Springfield de la realidad es la primera potencia mundial. Sin embargo, no faltó nuestro propio Homero que consideró que la victoria de Trump convendría a América Latina porque agudizará las contradicciones. Como para sentarse a llorar en el bar de Moe. (O)