¿Por qué las sociedades desarrollan –si lo hacen– diferentes maneras de abordar los problemas? ¿En qué radica el éxito de un proceso de desarrollo: en la acumulación de capital, en la generación de conocimiento, en los estándares de educación, en la igualdad/desigualdad, en la extracción de recursos naturales?

Estas y muchas preguntas deberían devanarnos los sesos respecto de lo que estamos viviendo en el presente y lo que queremos ser como sociedad. Lo que distingue a las sociedades que alcanzan un estadio superior de desarrollo, independientemente de su geografía y tipo de organización, está en el fondo del debate: el pensamiento crítico. Como el término sugiere, se trata de una presencia etérea que insufla todos los ámbitos de una sociedad. Un mecanismo vital que observa las cosas, haciendo propuestas y debatiendo las soluciones. Es hacerse preguntas, por más locas e inapropiadas que parezcan, en aras de derribar mitos y desacralizar verdades, en un ambiente donde la libertad y el respeto al otro permiten el debate abierto, sin miedos ni retaliaciones.

Ese pensamiento crítico es evidente en el desarrollo científico pero está presente en cada manifestación de la vida en sociedad. También es cierto que en las sociedades hay enclaves de poder que tratan de mantenerlo y que no dan su brazo a torcer. Pero la lucha se inicia con el debate de las ideas. A los científicos y académicos de las ciencias exactas y sociales, les forman para sospechar y para tratar de no dejarse sesgar por lo que parece evidente. Establecer las relaciones de causalidad y la comprensión de los fenómenos físicos o sociales es un rompecabezas que mueve a los investigadores, que tal como los célebres detectives Philip Marlowe, Sherlock Holmes o Hércules Poirot, dejan el alma tratando de resolverlos. Lograrlo sin tomar posiciones a priori, sin dejarse presionar por los cantos de sirena de rubias platinadas o por los grupos de interés, es el desafío del investigador, ya sea científico o detectivesco.

Lo hermoso del pensamiento crítico es que es un proceso permanente e iterativo. Lo vemos los padres con nuestros hijos, cuando se atreven a hacer preguntas. Lo importante es dar el espacio para hacerlas y debatir sobre ellas. Al comienzo pueden creer en “verdades asumidas”, pero su racionalidad los lleva a plantear otros escenarios y alternativas.

El mentado proceso desarrollista del régimen, sin pensamiento crítico y sin debate abierto, no puede decantar en innovación y alternativas de política pública que cambien el modelo de desarrollo económico. Por el contrario, lo que muestra la actual crisis económica y fiscal es que se exacerbó nuestra dependencia de la producción de bienes primarios.

Eso es, justamente, lo que ha ido desapareciendo en el Ecuador de a poco. El Estado ha convertido al proceso de la Revolución Ciudadana en un espacio acrítico, donde cualquier disenso supone una intencionalidad política que busca desestabilizar el “proyecto”. Lo que ocurrió con la Universidad Andina, con las firmas de Yasunidos, con la perenne confrontación y acecho a la prensa, con la sanción a un legislador de Alianza PAIS por no votar con el bloque, confirman que la noción de “modelo de desarrollo” actual es un ídolo de ojos vendados y pies de barro, que no busca un país con espíritu crítico sino de palabras autocomplacientes.

Ese es un factor clave que ha faltado en la última década. El mentado proceso desarrollista del régimen, sin pensamiento crítico, y sin debate abierto, no puede decantar en innovación y alternativas de política pública que cambien el modelo de desarrollo económico. Por el contrario, lo que muestra la actual crisis económica y fiscal, es que se exacerbó nuestra dependencia de la producción de bienes primarios y que salir de esta, en las actuales circunstancias, es un desafío cada vez más complicado.

Este es un problema estructural de América Latina. Tal como lo señala el académico de Cambridge Gabriel Palma, mientras en el sudeste asiático la dinámica ha sido colaborativa en la medida en que se han dado trasvases, con inversión de unos países en otros, y complementariedad, cuando un país decide dejar de producir bienes de menor valor agregado, permitiéndole a otro de esa región desarrollar esa producción, en Latinoamérica no hay referentes que apuesten fuerte a la generación de valor o al desarrollo de nichos de mercado con relaciones colaborativas. Todos los países, sin distinción política, son esencialmente productores primarios. Y lo seguirán siendo por largo rato. A nivel nacional, el debate sobre este tipo de problemas estructurales de la región brilla por su ausencia.

Incluso queda la impresión de que la inversión ecuatoriana –correctamente orientada– para formar capital humano en el exterior, no va a poder ser suficientemente fructífera para generar alternativas. No solo porque el tejido productivo y académico, privado o público, en su debilidad actual difícilmente absorberá a la masa de becarios. Para peor: en un entorno acrítico, las nuevas miradas de los profesionales formados en el exterior, difícilmente tendrán espacio para cuestionar lo hecho en el país durante la última década y proponer alternativas. Y, sobre todo, debatir sin miedo. (O)