Hermann Gôring, el dirigente nazi que se ufanaba de haber incendiado el edificio del parlamento alemán para culpar a los comunistas, dijo: “Cuando oigo la palabra cultura, cojo mi revólver”. No necesitó argumento alguno para justificarlo, pero cuando se quemaron decenas de miles de libros de escritores judíos, pacifistas, marxistas, opositores o desagradables al régimen, se invocó el espíritu germano de la raza superior, alentado por intelectuales racistas. Es que el poder político, religioso o económico, siempre se ha deshecho o denostado a quienes han usado su pluma en defensa de la libertad, proclamando ideas nuevas o simplemente contrarias a los intereses de ese poder.

Ya en 1821 había manifestado Heinrich Heine: “Ahí donde se queman libros, se acaba quemando también seres humanos”. La censura hizo terrible al siglo XVI desde su embrión, en respuesta a la Reforma Protestante. En España se llegó a imponer la pena de muerte a los que violaran la censura previa.

La Inquisición de Roma y la española promulgaron el Índice de Libros Prohibidos, adoptándose para todos los católicos en 1564 por el papa Pío IV. Miles de obras vedadas se almacenaron y la mayor parte se perdió. El rey Felipe II de España encargó un índice expurgatorio, señalando páginas, párrafos, frases, que contenían ideas sospechosas de ser heréticas. El mundo intelectual del pasado y del presente expurgado. Rabelais, Moro, Dante, Abelardo, víctimas de la torpeza y el fanatismo. Se quitó una frase de El Quijote que decía: “Las obras de caridad que se hacen flojamente no tienen mérito ni valen nada”. La censura protegía un modo de vida opulento e hipócrita. Se prohibió la obra de Copérnico, que desafiaba la arrogante concepción del hombre como centro del universo. Se prohibió al humanista Erasmo y hubo protestas. Se prohibió Los miserables, levantándose la censura recién en 1959. Peligrosas sus lecciones éticas, sus loas a la liberación de los oprimidos. Se excomulgaba a los lectores de libros prohibidos, pretendiendo aherrojar conciencias.

Del lado protestante Lutero hizo lo suyo con los judíos y Calvino mandó a la hoguera los libros de Miguel Servet y a Miguel Servet. Este negaba la trinidad y defendía el bautismo en la edad adulta. Jesús fue bautizado cerca de los 30 años. Con esa muerte la libertad de conciencia se convirtió en un derecho civil en la sociedad moderna, sostiene el filósofo Marian Hillar. En Yucatán, el cura Diego de Landa mandó a incinerar manuscritos y códices mayas.

También en Ecuador se contribuyó a la barbarie, prohibiéndose por ejemplo el libro Los siete tratados de Montalvo.

En el siglo XX, fueron tachados libros como El matrimonio perfecto, de Van de Velde, por animar a las parejas a disfrutar del sexo. ¡Oh la asexuada iglesia!

Recién en 1966 el papa Paulo VI cerró el Índice. Pero el daño estaba hecho. Como dice el historiador Joseph Pérez, “al prevenir a los fieles en contra de ciertas lecturas peligrosas, se acabó inculcando la desconfianza ante cualquier lectura”.

El poder político, religioso o económico, siempre se ha deshecho o denostado a quienes han usado su pluma en defensa de la libertad, proclamando ideas nuevas o simplemente contrarias a los intereses de ese poder.

Después se aplicó en el mundo la censura pospublicación. Y el ayatola Jomeini llamó a los musulmanes a matar a Salman Rushdie por blasfemia en su libro Versos satánicos. En el Chile de Pinochet, vetaron películas y los militares quemaron miles de libros, incluyendo libros sobre cubismo de la biblioteca de Pablo Neruda, que confundieron con comunismo. En la Argentina de Videla, se incineraron un millón y medio de libros, entre ellos El Principito. “…de la misma manera serán destruidos los enemigos del alma argentina”, expresaba el general Menéndez. ¿Historia antigua? En la actual ocupación de Irak, el Estado Islámico ha destruido más de cien mil libros, comprendidos muchos antiguos, quemaron la biblioteca de la universidad de Mosul y demolieron el teatro.

¿Cuál es el saber que debe sobrevivir? Ellos quisieran obrar como el conquistador de Alejandría, el califa Omar I, quien dispuso que se utilizaran los libros como combustible porque si estaban de acuerdo con la enseñanza del Corán, eran inútiles dado que repetían y si contenían algo en contra debían destruirse. Por ello Jorge, el monje asesino de El nombre de la rosa, dice que las plagas se añadirán a quienes añadan algo a las sagradas escrituras.

García Lorca recordaba a Dostoievski, quien, desterrado en Siberia, no pedía fuego para el frío, ni agua para su sed. Pedía libros. Y a Menéndez Pidal, que expresaba que el lema de la república debía ser la cultura, porque solo a través de ella se podían resolver los problemas en que se debatía el pueblo, lleno de fe, pero falto de luz. De ahí que García Lorca pidiera medio pan y un libro.

Una cultura que derrame belleza, que, como demandaba un sabio en relación a la filosofía, sirva no solo para explicar el mundo, sino para transformarlo. Los herejes cátaros propugnaban el conocimiento como medio de liberación. (O)