El acuerdo de paz entre el Gobierno de Colombia y las FARC nos llena de esperanza porque pone fin a una guerra sempiterna. Los revolucionarios colombianos habían decidido tomar el poder por la vía de la violencia y quien empieza a transitar por este camino no puede dar pie atrás. Así, bajo la intención de hacer una sociedad más justa, en una macabra espiral, se convirtieron en asesinos de su propio pueblo, no trepidaron en cometer actos terroristas, en extorsionar, en secuestrar, en asaltar propiedades y enrolar niños para la guerrilla. Para mejor financiarse cayeron en lo execrable: el narcotráfico y el lavado de dinero sucio. En nombre de la revolución, ¿qué delito no cometieron?

El terror político. Robespierre durante la Revolución francesa, para combatir a los enemigos internos y externos de la República, llegó a justificarlo: “El terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa, inflexible; ella es menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia aplicada a las más apremiantes necesidades de la patria”. Le decían “el incorruptible”. Era un fanático inteligente y por lo mismo más peligroso. Pereció, como se sabe, con los otros tribunos guillotinados en esa orgía sangrienta que fue el terror jacobino. No puedo comparar a Tirofijo con Robespierre. Menos todavía con ese otro gran revolucionario ruso que fue Lenin, también partidario del terror, casi con las mismas justificaciones que el francés. Al colombiano le faltó la altitud de miras y la cultura de los otros.

Las FARC fueron obligadas a negociar. Los gobiernos de Colombia, salvo el de Pastrana, no cejaron en combatirlas y debilitarlas. El pueblo colombiano estaba harto de la guerrilla. ¿Para qué la lucha armada? Uno de los acuerdos es poder participar en política como partido reconocido. También lo hubieran podido conseguir por los cauces normales. ¿Esa violencia era inevitable? En uno de los ensayos de Octavio Paz, intitulado Polvo de aquellos lodos (está en El ogro filantrópico), hay una inteligente discusión entre escritores y poetas sobre la inevitabilidad de la violencia como tesis del marxismo-leninismo. Sostienen que, pese a su crueldad, la violencia es imprescindible para el triunfo de las revoluciones comunistas. Pero las últimas habidas en Occidente fracasaron en su afán de dar a sus pueblos más pan y progreso: La URSS colapsó, la de Cuba creó un país de donde la gente quiere salir. La de China se consolidó cuando Deng Xiaoping abandonó los rígidos esquemas maoístas, causantes de millones de muertos. El socialismo es una utopía inspiradora. Pero el progreso y la justicia encuentran caminos distintos al de la violencia. La evolución tarda más porque tiene sus tiempos, pero hay menos injusticia, menos personas que mueren, menos abusos para consagrar la figura de quien funge como dictador del proletariado. Cincuenta y dos años de guerra, más de doscientos mil muertos, incalculables propiedades destruidas y el auge del narcotráfico. Solo ganan los narcos y los fabricantes de armas. Estos afanes revolucionarios retardan el progreso de la historia. Sí, la violencia es inútil. (O)