Buscando una y mil veces, es imposible encontrar explicaciones medianamente sustentadas para el afán del Gobierno por el dinero electrónico. Ya son varias sabatinas en que este es uno de los pocos temas que compiten con la detallada enumeración del menú de los mayestáticos desayunos y almuerzos. Los funcionarios económicos, con el gerente del antiguo ente emisor a la cabeza, se han paseado por todos los medios ponderando las bondades de lo que, alguno de ellos en una traición del subconsciente, llegó a denominar moneda electrónica. En los últimos días, con una redacción que pide a gritos un breve paso por una escuela del milenio, una directora de Talento Humano (sí, no es chiste, así se llama) invita a los funcionarios de la Presidencia y sus alrededores a crear sus respectivas cuentas.

No, no hay explicaciones adecuadas para dedicarle tanta energía a un aspecto que, en situaciones normales, tendría mínima importancia para el desempeño global de la economía. Es verdad que con este medio se pueden agilizar ciertas transacciones, pero su incidencia en el nivel macro –que debería ser la preocupación prioritaria del Gobierno– sería insignificante. También es cierto que, por razones obvias, en el comercio internacional prácticamente ya no existen otras modalidades de pago, pero solamente a un mediocre con un zapato en la cabeza (utilizando las sabias y delicadas palabras del líder) se le ocurriría equipararlo con las transacciones del día a día familiar. Por otra parte, el costo derivado del desgaste de los billetes parece una mala broma o una desmemoria total en un país que nunca imprimió su propia moneda. Finalmente, es un cinismo hablar de la seguridad que se tendría al convertir el celular en billetera cuando los vapores de la escopolamina flotan libremente por las calles.

Por todo ello, la fiebre electrónica solamente puede ser entendida por factores que no están a la vista. El principal de estos es la crisis, que se la maquilla con otros nombres y se la quiere soslayar con el incremento de la deuda. Concretamente, debido a que en diez años no se dio un solo paso para acabar con la dependencia del petróleo, crisis significa menor entrada de dólares. Por tanto, hay que sustituirlos con algo. En un país dolarizado, ese algo no es más que una carga nominal en el teléfono. El problema central para el necesitado y desbordado Gobierno no es la lentitud ni la inseguridad de las transacciones, sino la iliquidez de la economía.

En la larga y triste noche se echaba mano de la devaluación (con la respectiva protesta de algunos que aún pueblan las esferas altivas y soberanas), pero ahora la dolarización impide hacerla de manera abierta. Sin embargo, ya que siempre existe el recurso a la viveza criolla, se la puede hacer con un disfraz. Así, el celular se cargará con cifras sin respaldo. Será un dinero falso que, deduciendo de la invitación de la señora de Talento Humano, no es aceptado ni siquiera por los funcionarios que trabajan codo a codo con el líder. (O)