Por sus ansias de trascendencia, los mandamases de todos los tiempos han tratado de dejar marcados sus rasgos en sólidos monumentos. Para ello escogieron la piedra y, con el andar de los tiempos, el hierro, el bronce o alguna materia sintética de esas que tardan milenios en degradarse. Alguno ha logrado sobrevivir a su tiempo como imagen inamovible, aunque la mayoría de las personas que lo miran no tengan la menor idea de quién fue, qué hizo y por qué está ahí. Seguramente eso no importa en el momento de mandar a hacer la obra, porque lo fundamental es verse reproducido en enormes dimensiones con un gesto que lo identifique y vestido para la ocasión.

Las historias de los monumentos son a veces más truculentas que la misma historia que intentan contar o dejar grabada para la posteridad. En realidad, en sí mismos ellos son historias casi parlantes. Un caso digno de destacar, por el valor pedagógico que encierra, es el del Metrónomo de Praga. En medio –o, más bien, a un lado– de la riquísima arquitectura histórica, se destaca la alta silueta que no está dedicada a un personaje ni a hechos históricos, sino apenas a ese aparato que marca el compás para guiar a compositores e intérpretes. Por ello, los turistas pueden considerarlo como un homenaje a la música o al tiempo (estos sí eternos, más allá de cualquier discusión). Pero lo que no conoce la mayoría de visitantes es que esa escultura y el lugar en que está guardan una historia muy especial.

Para entenderla hay que remontarse a 1955, cuando el bloque soviético, de la mano de Krushev, comenzó el duro e inacabado camino de la desestanilización. Entre sus objetivos estaba el fin del culto a la personalidad que había implantado el exdictador, lo que incluía derribar o borrar de la vista las estatuas que se repetían prácticamente en todas las ciudades. Pero, ironías de la historia, justamente en ese año terminó la construcción de la más grande de todas esas figuras, la de Praga. En dimensiones colosales, Stalin encabezaba un grupo compacto que le seguía en el asalto a los cielos. Aunque estaba pensada para soportar el cruento clima de la Europa central, no fue capaz de superar las inclemencias del clima político y terminó derribada a dinamitazos pocos años después. Su escultor optó por el suicidio, no por el derribo, sino como un arreglo de cuentas con su propia conciencia. Finalmente, después de mucho tiempo, fue sustituida por el Metrónomo, que durará lo que debe durar, sin afectar a nadie ni despertar pasiones.

Quizás por lo trágico y realista de esas historias, por acá se experimenta con la arena para el culto a la personalidad. Hay que felicitar a quien la mandó a hacer, porque así como los checos bautizaron al coloso estalinista como el monumento a la cola del pan –un calificativo preciso para tiempos interminables de racionamiento y escasez–, la nuestra refleja perfectamente la fugacidad del liderazgo. Lo deja a merced del viento. (O)